30/1/10

El maestro chuletista

En una torre que se hundía en el cielo el maestro chuletista1 trabajaba. Llevaba a cabo su obra más ambiciosa; usando un monóculo de relojero con el que miraba a través de una potente lupa fija de cristal de Ithak, manejaba, mediante pinzas, unos diminutos cincel y martillo con los que manipulaba un grano de arroz. Y escribía: «…Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro…».
Con indescriptible precisión labraba aquel cereal mientras meditaba en su oficio. En otros mundos bien pudiera haber sido considerado un ayudante de tramposos o un tramposo en sí mismo; persona despreciable, vil y mentirosa. En su mundo la chuleta era un género superior, destinado a condensar y ordenar todo el conocimiento por parte de los maestros chuletistas; grandes artesanos, directores del gremio y sabedores prácticamente de cualquier cosa. Y esto no es raro, pues de todos es sabido que lo que se puede decir en veinte palabras resulta más efectivo en cinco; que lo bueno, si breve, dos veces bueno y más en la palma de la mano.
Pero mientras llegaba al pasaje «...que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos…» tuvo una pequeña inquietud. Al principio no fue más que una leve molestia, algo que no recordaba, pero que tenía en la punta de la lengua distrayéndole momentáneamente de su labor. Pero fue creciendo y la molestia se convirtió en malestar y el malestar en ansiedad. Y cuando se tuvo que corregir por tercera vez en su labor supo que esa falta no le dejaría concentrarse: no podía recordar su nombre.
Dejó las herramientas, pero no el monóculo —nunca lo hacía— y se levantó de su mesa de trabajo. Estaba en su despacho —que también era, prácticamente, su dormitorio—, empapelado de minúsculos cajones y estanterías donde guardaba todos sus recuerdos en diminutos papelitos por si alguna vez se le olvidaban. Los registró todos, uno por uno y encontró las más diversas cosas; el nombre de su madre, su primer amor, lo que cenó hace dos años y cinco semanas… Pero el único rastro que halló de aquel papel donde un día apuntó su nombre fue un espacio vacío.
Salió apresuradamente de su despacho, abandonándolo en completo desorden. Bajó por las escaleras, pues él trabajaba en la cúspide de la torre, y llegó al propiamente dicho taller; varios pisos llenos de estanterías y mesas de trabajo ocupadas por sus aprendices y ayudantes. Las normas del gremio decían que sólo podía tener un número limitado de estos y aquellos, pero nada decían de los primates de toda condición que el maestro había entrenado para manejar minúsculas máquinas de escribir en sustitución de ayudantes humanos. Los aprendices, por desgracia, necesitaban algo más de humanidad, que no de sesera.
La enorme biblioteca de chuletas que el maestro guardaba y había sido fundada antes del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro de su maestro no era en ese preciso momento, aunque siempre lo había sido, motivo de orgullo. El maestro actual no podía pensar en la vastedad del conocimiento allí almacenado ni en sus futuras o pasadas repercusiones; sólo podía pensar en el lugar en el que podría estar su nombre, perdido entre tantos datos… ¿Cómo había podido olvidar su nombre? No lo sabía, pero le provocaba una sensación horrible que le comprimía el estómago, ¿cómo se llamaría? ¿Tendría alguien su nombre? ¿Con qué fines podría usarlo? ¿Tenía de verdad nombre?
Sin dudarlo más, se lanzó hacia las estanterías y cajoncitos no mayores de tres dedos. Buscó y rebuscó sin parar, dando con todo tipo de cosas inservibles: «Eugene Pintard Bicknell nació el 23 de septiembre de 1859» decía uno, «el Fender Telecaster Bass fue lanzado por Fender en el 68» decía otro, «Confolent-Port-Dieu es una comuna del departamento de Corrèze», «”El color de la magia” es la primera novela publicada del “Mundodisco”», «un gavión es un contenedor de piedras retenidas con malla y alambre» y así muchísimos más…
La desesperación cundía en el interior del atónito maestro ante su, de momento, infructuosa búsqueda que, de seguir así, podría alargarse por siglos, revisando chuletas, chuletas y chuletas. Pero, aunque parecía improbable, una vez calmado, el maestro empezó a ver pautas entre los datos azarosos… Pautas inexplicables e intangibles, pero que veía en algún nombre, alguna fecha, alguna preposición y que inconscientemente le conducían a la siguiente sin poder explicar cómo; como si alguien le hubiese dejado pistas que sólo él podía ver. Y sin quererlo se halló donde nunca hubiera querido en pos de su propio nombre.
Había bajado por debajo de la planta baja de la torre donde su más capacitado aprendiz atendía a los clientes que compraban pequeñas dosis de sabiduría a precio módico. Estaba en los sótanos, una zona oscura e inexplorada incluso para él, donde se guardaban y ocultaban chuletas de tiempos lejanos para evitar que cayeran en malas manos o, peor aún, malos ojos.
El maestro empezó a deambular sin rumbo por los pasillos que sólo su lámpara de aceite conseguía iluminar, preguntándose si podía fiarse de aquellas intuiciones y, de ser así, de qué manera había llegado la chuleta con su nombre a tales rincones. ¿Y qué lo guió por aquellos pasillos húmedos, llenos de irregulares nichos para contener los secretos del gremio, en los que, al cabo de un rato de vagar, oyó un susurro? Sólo un susurro, pero fue creciendo. Creciendo hasta convertirse en un sonido fácilmente perceptible y luego en una risa estridente y cargada de locura.
Una risa que procedía de la puerta metálica de una celda en las entrañas de la torre. La puerta que el maestro franqueó, sin demasiado esfuerzo pues no estaba cerrada, para encontrarse con un anciano que inclinaba su castigado lomo sobre una mesa de trabajo y escribía una chuleta. Igual que hasta hace un momento lo había estado haciendo el maestro en la cima de la torre.
Al principio el maestro no lo reconoció, pues desconocía la existencia de la celda y su huésped. Pero pronto el estudio realizado como aprendiz y los retratos del comedor del gremio le golpearon de lleno: era el maestro del maestro de su maestro, el chuletista legendario, que ahora mismo no trabajaba sino que se reía gritando «¡Ha venido! ¡Ha venido!» y sin apartar la vista de la chuleta que había estado escribiendo en un trozo de madera hasta poco después de que entrara su actual homónimo.
A pesar de lo sorprendente de su presencia y su comportamiento, el más reciente maestro ignoró a su predecesor, seguramente ya senil, y se interesó más por el trabajo que había tenido entre manos. Sobre la mesa vio muchas chuletas, incluso la de su nombre, a la que no prestó más atención que la de guardársela en el bolsillo, y a las demás ni eso. A ninguna más prestó atención ante el terrible mensaje tallado en aquella madera.
Describía este mismo relato, pero más resumido y en el código propio de los chuletistas; hablaba de lo que había estado haciendo en el despacho, de su búsqueda en el taller a través de las intuiciones e incluso de su descenso a los sótanos, concluyendo con su llegada a la celda.
El maestro no pudo creerlo. ¿Acaso aquel viejo había predicho el futuro? No sería extremadamente raro, usando las fórmulas adecuadas, incluso él era capaz de lograr predicciones veladas y su maestro hasta lograba relatos claros. Después de todo ni el futuro ni el pasado existen, son masas informes a las que se da forma por el hecho o el relato, divisiones que el hombre inconsciente realiza para explicar el tiempo; y lo mismo que un chuletista podía escribir sobre el pasado podía escribir, más o menos, sobre el futuro. Pero, por lo que él sabía, tanta extensión y exactitud era imposible para un futuro siempre cambiante. Entonces, ¿qué había hecho aquel viejo durante años, encerrado sin su conocimiento en las más profundas criptas sobre aquel banco de trabajo, para conseguir tal resultado?
Y casi por casualidad llegó a una terrible conclusión. Él y sus antecesores, en muchas ocasiones, manipulaban la historia o las descripciones científicas en pequeña medida. Mentiras que, al ser aceptadas por el común de la humanidad —miles de millones de mentes—, se volvían verdad por la capacidad que tienen tantas razones unidas de cambiar la realidad y, sobre todo, el pasado por ser algo tan variable como el futuro. Pero aquel viejo había dado un paso más: no se había limitado a cambiar el mundo discretamente con la fuerza de millones de mentes ingeniosamente dirigidas, lo había domado como un jinete a un caballo salvaje y, escribiendo aquella chuleta imbuida de fórmulas indescriptibles y de su propia fuerza de voluntad, había conseguido, imponiendo su realidad a la plenamente aceptada, hacer desaparecer la chuleta de su nombre y dirigirlo hasta su madriguera con un propósito incierto.
Ante esto el maestro chuletista hizo lo único que le pareció correcto: salió de la habitación, cerró la puerta con su llave maestra y más tarde ordenó tapiarla para que nunca nadie encontrase al anciano y su secreto. Un secreto que seguramente destruiría el mundo. Y, ¿quién sabe? Quizá el maestro de maestros no inventó esa inconcebible técnica y hace miles de años uno de los maestros chuletistas cuyo nombre se ha perdido en la historia narró que el maestro protagonista reaccionaría así. Quizá narró que este relato sería escrito. Quizá, sólo quizá, incluso narró que alguien terminaría de leerlo en este mismo momento.

1No se trata de un hombre bien entrenado en la preparación de derivados de la carne sino en la fabricación de las popularmente conocidas “chuletas”, anotaciones de cualquier tipo usadas para amañar exámenes o pruebas.

27/1/10

La flor azul


Kervyl, su nombre era Kervyl, como él mismo llevaba tantos años recordándose. Era el nombre que siempre daba, por el que lo conocían los miembros de su guardia mercenaria y el único que merecía hasta que por fin lograra reclamar sus trofeos.
El burdel era un edificio recio y tan macizo como ricamente decorada era su fachada. Dedicó el tiempo que le llevó llegar hasta la entrada a observar las tallas que anunciaban la mercancía y servicios de la casa mientras su mente se dedicaba, por otra parte, a la tarea de divagar sobre los asuntos que le obligaban a cruzar aquellas puertas. Si alguien le preguntaba sólo diría que deseaba prodigar adecuada diversión a sus hombres y a él, pero Kervyl, pues se llamaba Kervyl, conocía la verdad, no oscura, ya que para él, más que negra, era una verdad azul y roja.
El interior no era demasiado distinto en términos generales a otras muchas casas de citas; un atmósfera enrarecida por el humo del incienso de sueños en la que los clientes, borrachos y casi extasiados, empezaban a recibir las atenciones de la chica de su elección antes de alquilar una de las habitaciones privadas y más íntimas.
Sus hombres, militares hasta la médula, no tardaron en escoger entre las muchas que intentaban, con sus encantos, atraerlos o más bien al oro que pudieran llevar. Kervyl, ya que ése era su nombre, fue más calmado; él no buscaba cualquiera ramera para olvidar las penurias del camino, no. Él buscaba a una en concreto.
Y la encontró. No fue difícil; era una chica alta y atractiva con poco pecho y un rostro cuyos ojos parecían atraer la atención como dos enormes desagües pueden atraer el agua de lluvia y, de hecho, ése parecía el caso pues eran de un azul profundo, casi intimidante, igual que el cabello que parecía querer imitar a una cascada que caía hasta las rodillas de la muchacha.
Cuando la vio estaba agasajando a un gordo cubierto de seda y de orejas enjoyadas. Cuando Kervyl, como le llamaban, se acercó con su capitán y sumó a esto la visión del acero hizo que el hombre que sólo portaba oro y plata captara la idea y decidiera que, al fin y al cabo, podría encontrar una chica mejor. Intercambiaron entre sonrisas forzadas la posición de erguido y sentado ocupando Kervyl, pues ése era su nombre, el lugar junto a la chica la cual, si vio algo malo en el cambio, no lo hizo notar.
—Buenas noches, maese —dijo con una voz que parecía fluir espesa como la brea—. Veo que estáis especialmente interesado en mí.
Movió la cabeza de forma que el azul de su pelo recordó por un momento al mar en tormenta.
—Tal vez sí —respondió él—, o tal vez no.
—No juguéis conmigo —rio ella—, los dos sabemos qué habéis venid a buscar.
Se agachó un poco sobre la mesa para ofrecer una mejor vista de sus pechos. Kervyl, ése era su nombre, se permitió una pequeña carcajada para sí mismo, divertido por la ironía de aquellas palabras.
—Sí —concedió al fin—, ambos lo sabemos. Lo que no sé aún es tu nombre.
—Para vos puedo tener el nombre que más os agrade —replicó ella con una sonrisa felina—. Incluso podéis insultarme cuanto gustéis.
—Sólo quiero el nombre que te dieron tus padres.
—Yhana —claudicó—, ése es mi nombre.
Una sensación cálida empezó a presionar el vientre de Kenvyl ante la proximidad de la victoria. Sin duda era ella, lo sentía en las entrañas.
No pudo resistir más; se la llevó rápidamente a una de las habitaciones para tomarla. Ebrio de incienso y lujuria apenas se dio cuenta de cómo se desnudaban y más tarde sólo recordaría el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel, la redondez de sus pechos entre sus manos y labios y el calor de su vientre que hendió una vez y otra y otra hasta sentir cómo un torrente recorría su cuerpo y quedar dormido.
Yhana soñó aquella noche, soñó los ya familiares sueños de fuego y sangre que parecían haber absorbido y devorado sin clemencia a la mayoría de los recuerdos anteriores de su infancia; recordaba lejanamente quién había sido, pero no deseaba hacerlo.
Ahora era sólo Yhana, la servil prostituta, la señora oculta que gobernaba con el cetro de los deseos ingobernables.
Despertó. Al principio despertaba gritando sudorosa, pero los sueños rutinarios y los clientes la habían endurecido lo suficiente como para superponerse y ahora el sueño no era más que un deber molesto.
Esa mañana fue diferente. Fue al despertar y no en el reino de las ilusiones somnolientas cuando todos los recuerdos la golpearon con la fuerza de una tromba de agua que conseguía escapar del yugo de su presa.
El sobresalto la hizo saltar en la cama y tardó unos minutos en dar crédito a sus ojos. En la almohada, en el lugar que normalmente debería haber ocupado la cabeza del cliente o, al menos, la propina por sus servicios sólo había una flor. Pero de ningún modo una flor corriente; había sido secada y aplastada y el brillante oro de sus estambres contrastaba extrañamente bello con los delicados pétalos de un azul profundo y puro, sin contaminarse por la mezcla con ningún otro color.
Yhana sabía su significado o, al menos, creía saberlo. Terminó de aclararse las ideas y saltó de la cama sin atreverse a tocar la flor que parecía inspirarle el mismo miedo repulsivo que un cadáver.
Tomó la cama por la parte inferior y la movió lo suficiente para que sus ojos encontraran la tabla del suelo provista de un pequeño agujero, el mismo agujero por el que introdujo el delicado meñique para separar la tabla de sus hermanas y alcanzar el hueco del interior.
Recogió con delicadeza la caja labrada que escondía el compartimento, junto a un cuchillo que dejó en el fondo; la abrió con delicadeza y de su interior extrajo, con manos temblorosas, el peor de los presagios. Entre los blancos y finos dedos sostuvo otra flor idéntica a la que ahora reposaba sobre la cama «¿Cómo es posible?», se preguntaba, «Se quemaron todas. Yo lo vi. Yo…». Una repentina voz rompió sus apresurados pensamientos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo la voz—. Dos cadáveres de un lanzazo.
Yhana actuó por acto reflejo; cerró la caja, se puso en pie apretándola contra su pecho y volvió la cara para ver a Kervyl, o así había dicho que se llamaba, apoyado contra el marco de la puerta.
—¿Q-Qué quieres? —titubeó ella con voz entrecortada—. ¿Es tuya esa flor?
El hombre, ya entrado en su cuarta década, le regaló una sonrisa despiadada antes de responderle con voz calmada.
—Sólo quiero completar mi colección y las piezas que me faltan sois tú y esa caja. En cuanto a la flor; sí, huelga decir que es mía.
—¿Colección? —El tono de voz de Yhana crecía reflejando su desasosiego—. ¡¿Qué quieres decir?! ¡¿Qué quieres de mí?!
La sonrisa de aquel hombre no hizo sino acentuarse ante aquella reacción.
—Lo sabes bien o al menos te lo imaginas. Me ha llevado siete años dar contigo, pero la cosa se simplificó cuando di con el viejo capitán que te sacó aquel día de Kadra —Enseñó los dientes en una mueca que intentaba imitar la sonrisa ensangrentada de algún demonio—. Tuve que tirarle de la lengua para que hablara, literalmente, con unas pinzas al rojo.
Yhana sintió una punzada en el corazón; el capitán había sido un hombre leal y valiente arriesgando su vida para salvarla de la masacre.
—Y, en cuanto al comerciante con el que te dejó —continuó él—, bastó el brillo del oro para convencerle de confesar que tras tenerte a su cuidado un par de años decidió venderte a este sitio al comprender que ya no le serías útil.
No sintió lo mismo por aquel gordo que por el capitán; lo único que había mantenido seguro su virgo de las pederastas intenciones de aquel hombre había sido el pensamiento de que querrían recuperarla doncella y aún cuando vio que el único provecho que le podría sacar sería vendiéndola hubo de resistirse una vez más; por una virgen pagaban el doble.
—Así que aquí estamos —prosiguió Kervyl—, siete años después de que el reino de Kadra fuera consumido por las llamas estoy frente a la última miembro de la casa Xel Kadros y legítima heredera de un trozo de roca chamuscada. Al menos —extrajo su espada de la vaina— vale la vida de una ramera.
Yhana dio un paso atrás.
—T-Tienes razón, sólo es un montón de tierra baldía y yo sólo soy una puta, ¿por qué quieres matarme?
La sonrisa seguía pendida de aquel rostro perverso cuando respondió.
—Claro que no eres peligrosa, princesita. Esto es sólo personal. Me faltan dos trofeos, las cabezas de todos los Xel Kadros deben colgar en las costas de la isla o no podré volver a dormir tranquilo, espero que lo entiendas.
El brillo de terror que alumbraba los ojos de zafiro de Yhana tomó más fuerza ante la imagen.
—Porque yo fui quien los mató a todos —Se acercaba a pasos pausados, espada en mano, mientras hablaba—. Aquella noche yo abría las puertas de la fortaleza; yo mismo decapité a tus hermanos, primos, tíos y abuelos; yo vi cómo violaban a tus parientas; yo fui quién lanzó la antorcha que incendió su templo, su fortaleza y el jardín… Su amado jardín azul, de flores del mismo color que sus ojos traidores…
La sonrisa había dejado lugar a una mueca de ira.
—¿Por qué? —consiguió susurrar la chica con el hilo de voz que el shock le había dejado—. ¿Cómo pudiste? ¡¿Quién eres tú?!
—¡¿”¿Por qué?”?! ¡¿”¿Por qué?”?! Yo era el hijo de un rey aliado de Kadra… Nuestro reino se venía abajo y necesitábamos sanear las arcas… Tuve que casarme con la reina de Kadra para que su dote salvase a mi pueblo… Renuncié al nombre de mi familia y me hice llamar Xel Kadros, Rangor Xel Kadros, y durante quince años no fui un marido… Fui un bufón, ¡para ella y toda su maldita corte!
La oscura comprensión que le acarrearon aquellas palabras, que, estaba segura, nunca deseó escuchar; hicieron que tuviera que llevarse la mano a la boca para evitar vomitar por las náuseas mientras con la otra abrazaba la caja con más fuerza, era lo único que no le daba vueltas. Sabía quién era y lo que había hecho.
—Vamos, hijita —dijo ahora Rangor, pues ése sí era su verdadero nombre, ahora acercándose más rápidamente al fruto de su desgraciado matrimonio—, ven con tu papá y dale esa cajita.
Yhana empezó a recular, pero acabó topándose con la pared, lo que hizo que su padre, creyéndola acorralada, se lanzara sobre ella.
Logró esquivar el golpe homicida de la espada lanzándose a su izquierda sobre la cama, pero la caja se resbaló de su brazo cayendo al suelo, abriéndose y dejando escapar rodando su contenido.
Al verlo, Rangor soltó una carcajada cargada de una clara locura.
—Hola, Kesha, cuánto tiempo…
La cabeza embalsamada de su esposa y madre de sus hijos le observaba con ojos muertos y cerrados desde el suelo con una expresión mucho más serena que la de él.
—Te conservas bien, hicieron un buen trabajo contigo.
Volvió a reír con fuerza por su propia ocurrencia.
Yhana observaba desde la cama la improvisada y atípica reunión familiar sin saber qué hacer.
—No te preocupes —tranquilizó Rangor a la cabeza—, pronto te reunirás con tu familia y ni siquiera tendrás que despedirte de tu hijita. Ten sólo un poco de paciencia, es lo bueno de morir, te cancelan todos los compromisos.
Fueron las últimas palabras que pronunció ates de escupir sangre y caer muerto. Un pequeño puñal sobresalía de su nuca.
Yhana, con las manos ensangrentadas, guardó la cabeza de su madre en la caja y huyó por la ventana dejando allí a su padre y las dos flores de las cuales ahora una era roja.

24/1/10

Reseña del Comoedicón

Sin duda el libro más terrible y asesino de cuántos escribió, editó o leyó alguna vez el ser humano, superando a otros escritos terribles como el Necronomicón o De Vermiis Mysteriis. Cuentan los que han tenido contacto con él que contiene un conocimiento tan terrible que su sola lectura conlleva una muerte terrible. Un libro nefastamente famoso por su contenido: chistes tan divertidos que hacen enloquecer de risa a quien sólo los ojee.
Escrito en su día por el chino loco 诗长瓶 en el año 211 d.C. que decía haber registrado todos los archivos cómicos de Asia y haberse encerrado durante años en un monasterio con el fin de diseñar chistes tan perfectos y graciosos que pudieran destruir la voluntad humana. Después de haber contado uno en el monasterio todos los monjes, hombres de voluntad inquebrantable que habían hecho voto de silencio, irrumpieron en atronadoras carcajadas y se mataron unos a otros a golpes en la espalda. 诗长瓶 fue ejecutado y su libro, originalmente llamado 笑话重, fue puesto bajo llave.
Mil años más tarde Kublai Khan no encontró mejor forma de librarse del único texto que dárselo a Marco Polo que lo trajo a Europa donde él mismo lo tradujo al latín en sus últimos años sin poder parar de reír. Después de que varios estudiosos se cayeran por un acantilado mientras leían la traducción el papa prohibió el libro en 1313 y quemó casi todos los ejemplares excepto un par que escaparon a zonas de Francia, España e Inglaterra.
Actualmente, debido a su contenido, es un ejemplar raro propio de coleccionistas y bibliófilos. Se pueden encontrar un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Madrid, el Museo Británico de Historia Natural, la Universidad de Santiago de Chile o la de Johannesburgo. Aunque su lectura sólo está permitida a estudiosos que ya vienen locos de su casa.
Sí, es un maldito libro de chistes. O un libro de chistes maldito. Según vea cada uno.
Por si no pilláis de qué va esto mirad.

Ñy ñp ñy

Ñy ñp ñy lywyaaak trtñp orrççaah llhwprraaht ttoççaah tñalblog yyrtçyaeltwetta hypylpyltñy hhlpraañy ttçeñy. Tte h hhelpañy, olldym.

Para nuestros lectores de más allá de las estrellas.

20/1/10

El ingenio y la carta

Junto a un curioso artefacto recibí esta misiva, destinada a nadie en particular de manos de su antiguo propietario:
¡Qué desventura aguardaba en aquél nefasto presente que me hizo mi antiguo maestro y amigo, catedrático de una universidad de nombre sin importancia aquí!
En un primer momento me pareció una baratija, una vagaleta que sólo llegaba al status de una curiosidad histórica y artística imposible, al menos para mí y el profesor, de datar o encuadrar.
Lo acepté con más educación que emoción, considerándola otra de las muchas extravagancias que acudían a él desde hacía unos años y que achacábamos, en parte, a su edad.
Dejé caer el artilugio en uno de mis numerosos cajones y en el olvido, a pesar de lo intensa y preocupadamente que mi amigo me previno sobre él y sobre negras profecías, de las que no me di por aludido.
Y allí permaneció un tiempo que no alcanzo a recordar, hasta el acaecimiento de la desgracia de la que fui advertido y a la que presté oídos sordos.
Enterado de la repentina y antinatural muerte del ya anciano, aunque no tanto, catedrático recuperé con presteza mi presencia de ánimo y su siniestro regalo de entre mis cajones y procedía a analizarlos por cualesquiera métodos que alcanzase.
El examen formal directo poco me reveló: su funcionamiento era errático y aparentemente desconcertante aunque, tras no poco tiempo de observación, alcancé a entre ver una oculta repetición o cadencia... O quizá sólo me estuviera engañando. Sus tallas y adornos son indescriptibles, imposibles de mirar demasiado tiempo sin tener la sensación de que se mueven con vida propia. La ciencia no me reveló cuáles eran sus materiales ni su mecanismo ni cómo alcanzaba a hacer aquel insólito juego de luces.
La historia, no obstante, fue más amable conmigo. Recorrí bibliotecas, librerías y museos de cualquier lugar al que me condujeran mis escasas pesquisas... Y lo que encontré no debería ser contado... No obstante creo que es mi deber prevenir a quienquiera que lea esto por lo que, en contra de mi natural exactitud, lo haré omitiendo los detalles más terribles y suavizando la narración, que no alargará en exceso:
La primera noticia que se tiene (o al menos yo tengo de él se encuentra en la Viena del siglo XVI de mano de un cronista turco anónimo que cuenta cómo el artefacto fue hallado en el sitio de Solimán el Magnífico. El cronista narraba que el soldado artífice del hallazgo sufrió una muerte no muy distinta a la de mi amigo y que ahora que él lo tenía entre sus manos temía por la suya, pues, al parecer, ya conocía la existencia del objeto y su nefasta maldición.
Se le pierde ahí momentáneamente para reaparecer esporádicamente en la guerra de los 30 años así como en zonas de la Polonia de finales del XVII. Tras lo que fue la perdición de cuatro generaciones de lores ingleses y probablemente causó, aunque indirectamente, la caída de Napoleón y el asesinato de Lincoln y sólo Dios misericordioso, cuya fe en él he renovado, puede saber cuántas atrocidades más, urdidas por una siniestra programación mecánica que, si no fuera imposible, podría confundirse con la inteligencia.
Ahora nadie puede ayudarme... Mi negro destino y mi juicio ante el Hacedor son inminentes. Pero estoy en paz habiendo dejado éste, mi testame
Y la carta acaba ahí, cortada de súbito, tal y como la encontré sobre la mesa de su autor, que aún sostenía en la diestra la pluma con la que alcanzó a trazar una ene a medias. Y en su bolsillo hice el hallazgo del terrible ingenio y sé que pronto mi destino será el mismo que el suyo y el de todos aquellos que nombró...
He visto el rostro de mi segador y es exacto como un reloj.

1/1/10

Feliz año nuevo y jálogüin

Coño, no editaba el blog desde el año pasado (¡Jajaja!).
Bueno basta de chistes, este año hemos llegado a las 130 entradas totales (justitas, parece hecho a posta (no, no es ironía, no está hecho a posta) con 73 nuevas en 2009. A partir de ahora haré mi mejor esfuerzo y este 2010 habrá 100.000 entradas nuevas, propósito de año nuevo.
Nos vemos el año que viene.