3/2/10

La madre en la laguna

La sacerdotisa, totalmente desnuda, se introdujo en una clara laguna en la que se reflejaban las estrellas. Buscó algo en el fondo y lo apretó contra su cuerpo.
El agua no estaba demasiado fría al calor del verano y pronto se acostumbró. Se sentó en el fondo, con el agua a la altura del pecho y acarició su esperanza.
Sobre las piernas cruzadas, acariciándolo con cadencia y calentándolo con el calor de su vientre tenía un huevo casi del tamaño de su cabeza.
Hacía tiempo —mucho para su mente joven e inquieta— que se escapaba del cercano templo las noches que encontraba una forma de salir para incubar su huevo. Las simples escapadas para nadar a la luz de la luna habían sido anteriores, pero en una de ellas encontró el huevo, que parecía haberla estado esperando y llamando reflejando el brillo estelar con su cascarón iridiscente.
Notaba o creía notar que se movía. Su instinto le decía que no quedaba mucho. Quizá esa noche o quizá la siguiente…
Tal vez por eso, para verlo, tantas estrellas se habían citado aquella noche en el cielo. La atípica madre miró a Sirio, su estrella, que parecía brillar sonriéndole. Pero pronto la enorme luna llena ocupó toda su atención, ella también tenía el vientre cargado.
Desde la laguna, aquella enorme luna parecía coronar al zigurat de su orden, que parecía haber crecido de la nada en la inmensidad de una llanura verde hundiéndose en el firmamento oscuro, como el eje que separaba la tierra y el cielo.
Seguro que a las venerables no le haría ninguna gracia enterarse de sus salidas, hacinadas como estaban en su viejo templo, sus viejos dioses y sus viejas formas.
Ella no se sentía cómoda emparedada y ahogada en incienso. ¿Dónde había encontrado ella la felicidad? En la desnudez, en la laguna, en las estrellas… Y ahora también en su hijo.
Notó algo. ¡Notaba cómo se movía! Cogió aire y se sumergió. Sabía que tenía que abrirse bajo el agua. La cáscara se resquebrajó, saltaron pedazos y ella ayudó con sus finos dedos. Y, al fin, su criatura pudo ver la luz de las estrellas.

2/2/10

Amón

La inerte estatua del dios-carnero, desnudo y sereno, aguardaba en el sanctasanctórum.
Trece lunas habían nacido y muerto, trescientos sesenta y cuatros soles habían tenido su amanecer y su atardecer y ese día, en el que la luz empezaría a reclamar el terreno cedido a la noche, él tomaría una nueva esposa.
Podía sentir el latido de la sala contigua, apenas un poco más amplia e iluminada que la suya. En ella su anterior esposa había entrado voluntaria para ser sacrificada. Lo sabía porque su sumo sacerdote ya le había bañado con su sangre y alimentado con su corazón, desmenuzándolo contra sus labios broncíneos.
Ahora mismo ese sacerdote estaría casando con él a una nueva doncella seleccionada por su belleza —que era lo que él deseaba— y su maleabilidad —que era lo que la teocracia que le rendía culto deseaba—.
Una vez consumada la unión, la chica sería la gobernante de iure, pero sólo eso, sólo un títere más en los inútiles juegos y vaivenes de poder humanos que se reuniría con las demás al cabo de trece lunas. Presidiría las ceremonias, realizaría sus sacrificios y cada vez que una luna vieja y cansada muriera en el cielo volvería al fondo del templo a cumplir con sus obligaciones maritales, para asegurarse de que la luna regresaría. Pero al dios no le importaba esperar; era viejo como el mundo y tenía infinita paciencia.
No recordaba cuántas muchachas le habían abrazado, como tampoco recordaba cuántos sacerdotes le habían cuidado ni cuántos fieles adorado. Bien poco para él significaban para él los mortales con su vida efímera si no como inmutable conjunto. Él sólo necesitaba cobijo, comida y mujeres, y, a cambio, les daba una razón para temer y ser valientes, para matar y morir, ¡para vivir! ¿Qué más necesitaban?
Por fin entró la chica, ya su mujer, y se abrazó al dios o la estatua o a la estatua que se creía dios o al dios que en el fondo sabía que era una estatua, rodeando con los brazos sus perfectas proporciones humanas y bestiales. Se frotó con su cuerpo ensangrentado, besó su boca aún con restos de corazón y pugnó por introducirse el enorme falo hasta por fin lograr romperse el virgo.