30/12/10

El espadachín

Aquella mujer le había robado el corazón.
Hombre alguno pudo nunca hacer tambalear su acero. Era temido y hacía ley de su palabra.
Pero su entendimiento se tornó un bosque de otoño bajo sus ojos. Siempre tan ágil, tan fuerte. Jamás retrocedió ante la fuerza de su espada.
El hierro puede cantar mejor que cualquier diva.
Ella grita el nombre de su amor. Ahora tan pálido, tan frío.
¿Cómo poner tanto metal entre ambos? ¿Cómo arrancar una sola chispa a esa diosa de fuego? Silente, se entregó.
Aquella mujer le había robado el corazón con tres cuartas de acero.

26/12/10

A ver si me entero

«—Vamos a repasar, a ver si me queda claro esto de la navidad.
—Como quieras.
—¿Consiste en que un señor con barba que te vigila durante todo el año te recompensa si te portas bien y te castiga si eres malo?
—Hombre, pues más o menos...
—¿Y Jesús no tiene nada mejor que hacer?».

24/12/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 4

Ésta es la cuarta parte. La historia empieza aquí.
Ultima pars: E morte
—¡Lady Maria, no puede abandonar sus aposen...! —empezó a gritar un guardia.
No tuvo tiempo de acabar la frase antes de que la desbocada Maria le derribara placándole con el hombro, cosa que consiguió más por la sorpresa del guardia que por su propia fuerza. Se rasgó la falda y esquivó corriendo al otro guardia.
Recorrió todo el camino a la carrera hasta el patio de armas, esquivando a guardias y asaltantes. Casi pasaba desapercibida en el caos de la batalla. Cuando llegó hasta allí, pudo ver a través de una arquería que conducía a la torre, cómo Draco y Ralse estaban batiéndose y cómo Ralse desarmaba a aquél mientras ella corría hacia allí.
—Aquí se acaba todo, Draco —dijo Ralse, apoyando la punta de su espada contra el pecho de su contrincante—. ¿Tienes algo que decir?
—Sólo puedo decirte que ha sido un digno combate —reconoció Draco—, pero has cometido un error.
—¿Cuál? —preguntó Ralse, intrigado.
—Esto no es un duelo al amanecer, esto es la guerra.
Ralse iba a abrir la boca para preguntar cuando...
—¡Draco! —se oyó gritar a Maria que corría hacia la escena.
Ralse giró un segundo la cabeza para mirar a la princesa. Draco aprovechó ese momento.
Sonó un disparo y Maria se detuvo en seco llevándose las manos a la boca.
Segundos más tarde Draco continuaba contra la pared, sosteniendo un revólver humeante. Ralse estaba tendido en el suelo y, aunque una mancha oscura empezaba a extenderse alrededor del agujero quemado de su vientre, no había soltado la espada.
—Maria, mi esposa... —dijo Ralse con un hilo de voz—. Siento que hayas tenido que venir para verme morir.
Maria no pudo responder. Había soñado noches y noches con ver morir a Ralse, pero ahora se sentía culpable por ello.
—Aral, ayúdame a sentarme contra el muro —pidió Ralse—, no quiero morir tirado en el suelo.
Aral, con los ojos cubiertos de lágrimas, no pudo sacar fuerzas para responder «sí, señor», sólo pudo acercarse y levantar con dificultad al príncipe. Ralse no se sorprendió cuando sintió una mano más fuerte, la de Draco, sujetándole por el otro brazo. Juntos lo depositaron contra el muro, como había pedido.
Los tres se arrodillaron a su alrededor. Mientras las entrañas le ardían, con un hilo de voz apenas audible sobre el clamor que llegaba de la batalla, se despidió.
—Maria, me llevo la felicidad de haber sido tu marido durante mis últimos días. Sólo lamento que no hayas tenido tiempo de llegar a amarme como yo te amo.
Tosió y dejó escapar un quejido, antes de volverse hacia Draco.
—Draco, tú también has sido un digno adversario —reconoció—. No te guardaré rencor en el más allá si me prometes que cuidarás de Maria.
—No te quepa duda.
Ralse sonrió y, con un soberano esfuerzo, tomó la mano de Maria y la de Draco y las juntó para luego mirar al último del que podía despedirse.
—Y tú, Aral, olvida el ejército, la guerra sólo trae lo que ahora ves. Conviértete en un buen hombre... Puedes empezar por correr a buscar al capitán de la guarnición del castillo y decirle que el príncipe Ralse ordena, en su lecho de muerte, que se detenga el combate y se deje ir a los rebeldes... Y a lady Maria. Coge el sello de mi dedo, así te creerá.
Aral obedeció pronto. Ya no lloraba, pero sólo porque no le quedaban más lágrimas. Salió corriendo hacia el patio a cumplir la última orden de su señor.
Ralse se quedó rodeado de la única mujer a la que alguna vez amó y de su asesino, pero no miraba a ninguno de ellos, tenía la vista fija en el cielo.
—Las estrellas... —dijo con su último aliento—, ahora parecen tan cercanas...
Y cerró los ojos. Se durmió por la pérdida de sangre y no volvió a despertar.
El capitán de la guarnición obedeció y Maria, Draco y todos sus hombres abandonaron Garou al amparo de la noche, bajo un manto de estrellas. Ahora eran rebeldes, perseguidos por una de las naciones más poderosas del mundo, pero la casa real de Ocentia seguía teniendo amigos entre los enemigos de Raenia, estarían bien.
Poco se sabe de cómo terminó la historia de amor entre Draco y Maria, pero las estrellas cuentan que ella nunca olvidó a Ralse, a pesar de todo lo que en su día lo odió.

16/12/10

Nuestra señora

Purísima, amandísima, inmaculadísima. Nuestra señora. Nuestra señora de los suspiros. Nuestra señora de la risa y el profundo dolor, que se hunde en el alma, que hiere con lo inalcanzable. Bendito es el fruto de su vientre. Preñada de salvación y fuego infinito. Reza, por mí, sálvame de este infierno de hielo, no puedo tragar una aguja más. Mi señora, mi señora terrenal...

15/12/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 3

Ésta es la tercera parte. La historia empieza aquí.
Tertia pars: Cor fortius
La noche había dejado caer su manto sobre Garou, pero había dejado a las estrellas para dar la esperanza de un nuevo amanecer. En su despacho del castillo que presidía la ciudad, Ralse rellenaba y firmaba cada vez más y más documentos. Ocupar un país le resultaba pesado.
—Aral —llamó a su paje, un muchacho de trece años—, trae mas tinta, creo que esta noche va a ser larga.
—Sí, señor.
Era un chico de buena disposición y cumplía ampliamente su cometido, pero Ralse sabía que tendría que buscarse otro ayudante en cuanto encontrase puesto en un buque de guerra. Su sueño era volar.
Le llegó la tinta y continuó con lo que estaba haciendo. Otra firma en un documento de amnistía para un noble ocentiano y su casa, dándole la bienvenida a la protección de Raenia. Ralse no confiaba en la mayoría de ellos, sólo habían hincado la rodilla cuando todo estaba perdido, pero le preocupaban los que lo habían hecho antes de que Raenia realmente se impusiera. No puedes tener fe en que alguien que ha traicionado a su señor sin encontrar castigo no volverá a hacerlo en cuanto tenga oportunidad.
Pasados unos pocos minutos empezó a oírse un clamor ahogado que parecía venir del patio de armas. Pronto se hizo molesto para el príncipe.
—Aral, ve a ver qué pasa ahí fuera y a ver si puedes hacer que hagan menos ruido —mandó.
El chico entonó otro «sí, señor» y se dirigió diligente a la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla se abrió de golpe y tras ella apareció un soldado con los colores rojos de Raenia.
—¡Mi señor! —exclamó entre jadeos, extenuado por la carrera—. ¡La fortaleza está siendo atacada!
Al oír esto Ralse se alzó tras su escritorio y se llevó la mano instintivamente a la espada.
—¿Quién? ¿Cómo ha sido posible?
—Una compañía superviviente de Ocentia, señor, unos cien hombres. Entraron haciéndose pasar por trabajadores civiles y nos cogieron por sorpresa.
Ralse se temía lo peor.
—Yo mismo iré a comandar la defensa —dijo—. Tú ve a los aposentos de lady Maria y asegúrate de que está bien protegida —atravesó el despacho a paso firme, directo hacia la puerta—. Aral, conmigo.
Príncipe y paje descendieron de la torre directos al patio. A medida que bajaban las escaleras oían un grito entremezclado con el caótico sonar de la batalla, cada vez más fuerte:
—¡Maria! ¡Maria!
No tuvieron que llegar al patio, en la antesala que llevaba a la torre estaba Draco, solo, con la espada en mano y la garganta destrozada de gritar el nombre de su amada.
—Aquí no la encontrarás, Draco —le dijo Ralse—. Vete ya.
Draco se giró hacia él, sobresaltado, y señalándolo con la punta de su espada le inquirió:
—¿Cómo sabes mi nombre?
—No puedes ser otro que el hombre que puso en jaque a mis ejércitos en Belar.
—Y tú no puedes ser otro que Ralse. ¿Dónde está Maria?
—Qué osadía por tu parte llamar por su nombre de pila a la princesa consorte de Raenia —le corrigió Ralse quitándose la chaqueta.
—¡No lo será si te mato! —gritó lanzándose como una furia sobre su contrincante.
Ralse se quitó de un tirón la chaqueta y se la tiró a Aral mientras que con la otra, en un rápido movimiento, tomaba su espada y rechazaba la fuerte estocada de su rival.
Ambos contendientes cruzaron sus espadas. La cara de Draco estaba descompuesta por la ira mientras que Ralse sonreía intentando disimular el esfuerzo que precisaba para enfrentar a Draco.
—¿Has puesto en juego la vida de tantos hombres sólo para conseguir a Maria? —le preguntó Ralse mientras seguían cara a cara—. Qué egoísta.
—También es su princesa.
—Pero no su amante.
Draco se libró de su contrincante con un fuerte empellón y le lanzó otra serie de estocadas que Ralse desvió con gracia. Ambos caminaron en círculo, con la espada, en reposo, estudiándose mutuamente.
—¿Dónde está Maria? —insistió Draco.
—¿De verdad la amas? —preguntó a su vez Ralse, esquivando la pregunta de Draco.
—Estoy arriesgando mi vida por ella.
—¿Por ella o por tu egoísmo? ¿No comprendes que si me matas y te la llevas la condenarás a una vida fugitiva que sólo la llevará al paredón...? A ambos más bien.
—Es mejor que dejarla contigo —Dio dos estocadas más y después de que Ralse las detuviese él a su vez detuvo las contrarias—. Tus fines sí son egoístas. Ni siquiera la amas, sólo quieres su corona.
—No seas necio. Claro que la amo, por eso busco la paz, sólo en un mundo en paz estará segura. Aunque para ello antes que dominar a todos los pueblos de la tierra.
Avanzó hacia Draco y le lanzó un tajo desde arriba que el maltratado soldado apenas pudo parar. La ventaja estaba de parte de Ralse pues, aunque él sólo dominaba el esgrima que se podía aprender en un salón o un duelo de caballeros mientras que Draco era ya un veterano, éste estaba cansado y herido.
—¿Entonces tú también la amas? —jadeó Draco.
—Desde hace años —replicó Ralse—. Cuando nuestros países aún eran aliados visitamos la corte de Ocentia y la vi de niño. ¡A ella y a ti! —Lanzó otra fuerte estocada—. ¡Y desde entonces no he podido olvidarla! ¡Maria es mía!
Con un rápido giro de muñeca atrapó la espada de Draco con la suya propia y la arrojó lejos. Colocó la punta contra el pecho del soldado y lo empujó hasta colocarlo contra un muro cercano.
—Aquí se acaba todo, Draco —le explicó—. ¿Tienes algo que decir?

14/12/10

¿Qué mejor?

¿Qué mejor sitio para estar que tu cabeza? Que se lo digan al vagabundo que vive en tu pelo.

Puertas automáticas

Las puertas automáticas son unas antipáticas; ni siquiera te dejan que les des la mano antes de entrar.
Pero lo de las puertas giratorias es exagerado, con ésas hasta tienes que bailar.

11/12/10

Luna nueva, luna llena

¡Oh, musa!
Suenan mis pasos. Me miran ojos siderales.
Luna vieja, sabes
que vivo en una ciudad de sal. Que me escuece hasta retorcerme. Pero no temas, no llores.
Luna madre, dime
en qué parte de este erial. ¿En cuál debo clavar mi báculo? ¡Que brote el manantial! ¡Que limpie mis heridas! ¡Que lo arrastre todo!
Luna doncella, sólo te digo
gracias.
Luna nueva, luna llena. Llena de sangre y de vida nueva.

9/12/10

El cazador de momentos

Tictac. Conocí a un nigromante. Hacedor de piedras filosofales. Mezclador de sulfuros. Tictac. Capturaba momentos. Usaba una red con hilos de diamante. Tan brillante que aturdía a los momentos antes de capturarlos. Tictac. Los mataba. Los disecaba con maligna alquimia. Los clavaba con alfileres argentinos. Tictac. Vivía sólo para capturar momentos. Los hacía suyos para que no volaran más. Y decía que así no los olvidaría. Tictac. ¿Cómo podía olvidar algo que no ha vivido? ¿Algo que murió antes de que pudiera verlo volar? Tictac. Con su húmedo dedo pasaba las páginas de su blanco álbum. Y observaba las alas iriscentes de momentos multicolor. Tictac. Los mostraba a sus amigos. Alardeaba de momentos muertos. Hablaba de una vida que sólo existía clavada en la pared. Tictac. Y la vida de verdad se escapaba. El reloj sonaba con cada momento que se escapaba volando. Y sólo le quedaban cadáveres. Tic. Tac.

8/12/10

Calma

No intenten ajustar la imagen, no le ocurre nada a sus monitores.
Simplemente, por fin, he decidido usar una plantilla que haga las cosas más legibles. Salvo por los colores y un par de cosillas no ha variado mucho la cosa. Atentos, que a lo mejor voy modificándola según me dé la picá.
Oh, html nuevo, será como hacerlo con una virgen...

8/11/10

Hoy el sabio estaba en el puente

Hoy el sabio estaba en el puente. Su cabeza era un pico nevado que algún titán invirtiera y llevaba ropas que había robado de algún arcoíris, pero sus manos no señalaban ninguna patria selenita, para confusión de necios, permanecían relajadas, reposantes, silentes como él mismo. No eran suyas las ilusiones del mago o el discurso solemne del papa. Solo miraba, esperando a quien no mirase su mirada, sino lo que miraba. Y no miraba a lejanos mundos celestes ni vagaba perdido en Arcadia, miraba el mundo de los hombres. Y lo veía hecho de imparables arterias de acero, de brazos ferruginosos que ansiaban abrazar las nubes, del incesante latido mecánico de mil voces motorizadas. Veía la gloria del hombre. Y yo, que la vi con él, me acerqué y lo saludé.

3/11/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 2

Ésta es la segunda parte. La historia empieza aquí.
Secunda pars: Regina in carcere caeli
El dirigible sobrevolaba la noche bajo un manto de estrellas. En el lujoso salón, los aristócratas bailaban un vals al son del cuarteto de cuerda. Y frente a los enormes ventanales que dejaban ver el exterior, Maria se sentía sola entre una multitud, podía ver hasta el horizonte, pero sabía que era una prisionera en una jaula de cristal.
Pensaba en su padre prisionero, en su reino sojuzgado, pero sobretodo pensaba en Draco. Se preguntaba dónde podría estar su amado, ¿acaso muerto? ¿Acaso había desertado y la había abandonado? Por supuesto nada de esto la consolaba y se sentía aún más profundamente sola.
Draco y ella se habían conocido desde niños, pues Draco se había criado en la corte y tenían la misma edad. Siempre habían soñado con casarse, pero con el tiempo el peso de la realidad impuso con toda crueldad el hecho de que Maria era una princesa y Draco el segundo hijo de una familia noble venida a menos por parte de madre mientras que su padre era un nuevo rico. María se casaría con quien más conviniese al reino y Draco con quien más conviniese a su familia, no podía ofrecer nada con lo que alcanzar una mano regia. Es por eso que cuando Draco consiguió permiso de su familia para alistarse en el ejército, no dudó en acudir a la Guerra de la Niebla con la esperanza de hacerse un nombre y conseguir fortuna. Puede que lo segundo no lo consiguiera, pero incluso a la corte llegaban rumores de sus hazañas y heroicidades.
Todo eso se había acabado. Draco había desaparecido en la Niebla y Ocentia se había rendido al invasor de Raenia. Sus hombres ocupaban Garou, la capital, y esta fiesta a la que se veía obligada a acudir, celebrada en un dirigible a miles de pasos sobre el país vencido, era para celebrar la victoria y su compromiso...
Un caza pasó rápidamente cerca de los ventanales ante los que Maria se encontraba, sobresaltándola. La poderosa Armada de los Cielos de Raenia había sido decisiva en la derrota de Ocentia; de no haber sido por ella, la superior infantería Ocentiana se hubiese impuesto. Maria recordó esto, lo que le trajo recuerdos de Draco que casi le hicieron derramar una lágrima; pero no podía permitirse llorar ante esa gente, parecer débil ante el enemigo que abarrotaba el salón.
Allí estaban muchos de los magnates de Raenia, entre ellos el mismísimo príncipe heredero Ralse, que ocuparía el cargo de cónsul de Garou mientras durase la ocupación. Por esto el dirigible, poco más que una nave de recreo, no podía permitirse viajar solo y menos en cielos aún tan inestables. Maria podía ver la sombra de una de las dos fragatas de guerra que lo flanqueaban, además de la veintena de pequeños cazas que patrullaban la zona. Y sin embargo esto no era más que otra ostentación de su poder militar, sobre todo para los habitantes de Garou que, si alzaban la cabeza, podían ver pasar las naves que volaban lo suficientemente bajo adrede.
Maria retorció su caro abanico de ébano rabiando por esta afrenta y deseando que fuese el cuello del príncipe Ralse.
—¿Me concedéis este baile, querida? —preguntó una voz conocida a sus espaldas.
Esto la sorprendió incluso más que el caza, abrió las manos repentinamente y el abanico se escurrió entre ellas, cayendo al suelo con un sonido sordo de madera.
—Señor, yo... —empezó a excusarse mientras se giraba.
—Siento haberos asustado —se adelantó él agachándose a recogerle el abanico.
Se trataba de un joven alto y apuesto, que vestía un elegante uniforme rojo Raeniano que contrastaba vivamente con us media melena dorada. Tendría un par de años más que Maria, en la que se clavaron sus ojos de aguamarina, interrogantes.
—Gracias —dijo al fin Maria al recuperar el habla y el abanico—. Y gracias de nuevo por vuestro ofrecimiento, pero esta noche no me apetece bailar —prosiguió con falsa amabilidad.
—Oh, Maria, ¿vais a hacerme esperar hasta nuestro banquete nupcial?
«Si de mí dependiera ni siquiera habría tal banquete», pensó Maria.
—Me temo que, como mínimo, tendréis que esperar otra noche, príncipe Ralse —volvió a disculparse ella.
—No me llaméis «príncipe Ralse», puede que sólo haga unas semanas que nos conocemos y en horribles circunstancias, pero estamos prometidos.
—¿Entonces cómo preferís que os llame? —preguntó Maria, fría. Sus ojos miraban en dirección a Ralse, pero no a él, era como si intentase ver a través de su cabeza.
—Podéis llamarme simplemente «Ralse», creo que «cariño» sería muy precipitado todavía.
María no rio el chiste y respondió con un simple y cortante «como queráis, Ralse». Pareció escupir más que decir la última palabra.
Durante unos momentos no dijeron nada más. Se colocaron ambos frente a los cristales para observar las estrellas. Maria pedía silenciosamente que se fuese.
—Son hermosas, ¿verdad? —preguntó al cabo Ralse.
—¿Os referís a vuestras naves? —respondió Maria sin demasiado interés, sólo por cortesía. Debía mostrarse cortés, por el momento.
—Oh, no —rio Ralse—. Me refiero a las estrellas. Hay quien dice que son el alma de héroes del pasado. Supersticiones del vulgo, claro.
Maria no respondió esta vez y al poco Ralse volvió a intentarlo:
—Escuchad, Maria —Su tono se había vuelto más serio—, no quiero ni pensar qué clase de sentimientos podéis albergar hacia mí, porque seguramente la mayoría os llevarían a un tribunal acusada de traición, pero debéis saber que sólo quiero lo mejor para nuestros reinos... y para ti.
Maria se giró para encararle.
—¿Por eso robáis lo que es de mi gente y tenéis a mi padre cautivo? —estalló, sin poder resistir tal hipocresía.
—Es una realidad desgraciada que la mano dura es a menudo la única forma de encauzar a quien está errado..., pero sabed que quien la aplica es mi padre, no yo. Yo sólo quiero la paz; nuestro matrimonio unirá nuestras naciones y juntos podremos traer la paz a este mundo en anarquía.
—¿Paz? —preguntó Maria, irónica—. ¿Qué paz puede traer esta farsa? Yo no os amo y vos no me amáis, sólo os alienta vuestra ambición.
—Habéis leído demasiadas historias románticas, pequeña Maria.
—Por favor —rogó Maria por un lado al borde del llanto y por otro a punto de estallar de ira y hacer algo que no debiera—, dejadme a solas, para que pueda contemplar las estrellas.
Se giró y dejó de mirar al príncipe para centrarse en el cielo. A Ralse le sentó como una bofetada.
—Como queráis.
Se alejó alicaído, derrotado y pensando en las palabras de Maria: «yo no os amo y vos a mí tampoco».
Maria también pensaba en las palabras de Ralse: «hay quien dice que son el alma de héroes del pasado». En ese momento pasó una estrella fugaz y la princesa cautiva susurró:
—¿Eras tú, Draco?

28/10/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 1

Antes de entrar en materia sirva esto de introducción:
Soy fan o como mínimo escucho con asiduidad el trabajo de Nobuo Uematsu y sus compinches de The Black Mages, por lo que a nadie ha de extrañarle que «Darkness and starlight» (parte 1, parte 2) sea una de mis canciones favoritas del citado grupo.
¿Qué tiene todo esto que ver? Después de dos años escuchándola recientemente decidí buscar una traducción (las canciones de este tema en concreto están en japonés) y la historia que contaban sinceramente me defraudó por su extrema simplicidad: véase a lo que me refiero.
Así que en lugar de quedarme en casa (en realidad esto sí) quejándome en foros y lanzando bilis (esto ya no) decidí tomar cartas en el asunto y hacer algo nuevo: adpté la historia de la canción y escribí un relato más bien cortillo y
steampunk (más punk que steam, la verdad), que es lo que ahora publico.
Su título es «Tenebrae Luxque Stellarum», como el original, pero en latín, y está dividido en cuatro partes, como el original. Partes que iré posteando de una en una según me salga de las mindongas.
Al ser una adaptación es en parte mi visión del original y mi propio añadido, con lo que no esperéis fidelidad absoluta como si del Evangelio se tratara. Y si no os gusta, el blog es mío y me lo follo cuando quiero, no vengáis con lloriqueos ni críticas airadas.
Pues sin más preámbulos os dejo a solas con la criatura:

Prima pars: Pungnantes in nebula
Seguramente ya estaba oscuro y las amables estrellas derramaban su luz sobre el mundo. Draco no podía saberlo. En lo más profundo de la Niebla no hay noche ni día, sólo muerte.
Resulta impensable que tantas naciones enviaran a tantos hombres a morir por cada palmo de una tierra en la que no se podía sobrevivir sin máscara... Y en la que aún así la sobre exposición a los malignos efluvios siempre dejaba marca. Para muchos la muerte se planteaba como una mejor alternativa.
Draco dirigió una mirada firme a sus camaradas más próximos. Los reconocía a todos a pesar de que ocultaran su boca y nariz con las mascarillas mecánicas que separaban la Niebla del escaso aire respirable. Afilaban sus espadas, ajustaban sus máscaras y cargaban sus carabinas. Todos callaban para que pudiera oírse el repiqueteo del radio-telégrafo con el que el capitán de la compañía intentaba ponerse en contacto con el Cuartel General. La mayoría, además, usaban gafas de gruesos cristales y pañuelos o capuchas con los que proteger los sensibles ojos y, en definitiva, la mayor porción de piel que pudieran del nocivo efecto de la Niebla.
Pero se trata de un rival incansable que cubre casi todo el interior de los continentes y que, si no te abrasa los pulmones en el mismo momento en el que entras gracias a las mascaras, te va matando poco a poco filtrándose en tu piel. La mayoría de los soldados desarrollaban horrendas pústulas a los pocos meses, muchos acababan perdiendo totalmente el pelo. En el caso de Draco su otrora oscuro pelo de corte militar se había transformado en una maraña cana y frágil; junto con los estragos de su piel, aparentaba no menos de cuarenta años cuando apenas acababa de pasar el primer lustro de la veintena.
La Guerra de la Niebla, como ya la llamaban, empezó hace ocho años, pero ya no queda ningún soldado en activo que la viese empezar. Los veteranos que no morían o eran licenciados por el efecto de la Niebla solían tener una muerte más prosaica cuando sus ojos estaban tan afectados que no servían para el combate.
Todo esto contribuía a que en los campos de batalla se vieran cada vez soldados más jóvenes, ése era el caso de Draco. Su sangre noble, aunque de baja casa, su disposición al combate, inteligencia y la fama que se había granjeado en apenas dos años de servicio le habían catapultado de una forma que nadie hubiera esperado al rango de alférez. Ahora era la mano derecha del capitán, el segundo al mando de una compañía de trescientos hombres —aunque, por cierto, en aquel momento apenas llegaría a los doscientos. Su trabajo más representativo era sostener el estandarte de la compañía. No se trataba de algo banal; si el estandarte caía, toda la moral se venía abajo y la compañía perdía.
Y en ese momento la moral era lo único que podía mantenerlos vivos. Tras una escaramuza que no había salido como se había planeado en el Cuartel General, por decirlo de forma amable, un tercio de su compañía había sido masacrado y se encontraban perdidos en mitad de la Niebla, seguramente rodeados por el enemigo. Era muy fácil, de hecho, perderse en la Niebla por el simple hecho de que hasta hacía unos veinte años nadie había podido internarse en ella, mucho menos cartografiarla, por lo que la compañía siempre debía llevar consigo expertos que, más que deducir, intuían su posición. Esta intuición poco ayudaba al capitán que casi rogaba apoyo aéreo en la zona para poder salir de allí mientras el radio-telegrafista lo retransmitía todo con su endiablado clic-clic-clac. Las respuestas eran casi inmediatas y siempre negativas.
Al final el capitán se rindió y mandó descansar al telegrafista. Dirigió una mirada entristecida a Draco que se clavó en el corazón de éste. Todo lo que había oído en boca del técnico no había sido tan desalentador como ver la mirada de aquel hombre. Era un veterano de las guerras de ultramar y un héroe, había sido herido en el brazo derecho salvando a varios hombres de su compañía hacía años. No había perdido la extremidad, pero necesitaba de un ingenio mecánico que le llegaba del hombro a la muñeca para poder moverlo con normalidad. Debería estar en su casa, licenciado y disfrutando de su vejez, en lugar de tragando Niebla y esquivando balas en parajes inhóspitos; pero, cuando comenzó la Guerra de la Niebla, le ofrecieron unirse a filas de forma voluntaria porque necesitaban oficiales con experiencia y un hombre como era el capitán jamás hubiera podido rechazar la llamada del deber.
—Draco, hijo, —le llamó. Su voz sonaba metálica y fría a través de la mascarilla. Casi tanto como las válvulas que cubrían los dedos de la mano que puso en su hombro—, ya lo has oído todo—tosió—. Reúne a los hombres y háblales tú, yo estoy cansado. Intenta darles esperanza.
—Sí, señor —respondió Draco. Su voz se tornó en un reflejo de la amargura que destilaban los ojos del capitán. Se volvió a los músicos de la compañía—. Tocad la señal de reunión.
A medida que se repetía la señal de percusión que llamaba a los soldados éstos fueron abandonando las tiendas del improvisado campamento y se acercaron a la enseña de la compañía para oír lo que se hubiera de decir. Bajo la tela de tonos rojos estaban el capitán, el comandante y Draco. Cuando todos estuvieron presentes, aquél dio un paso al frente, estandarte en mano y comenzó a hablar:
—El capitán ha hablado con el Cuartel. No va a haber ayuda, ningún acorazado va a sacarnos de aquí. ¿Sabéis lo que eso significa?
—¡Que estamos fritos! —gritó una voz anónima entre la soldadesca.
—¡No! —respondió Draco, alzando la voz de forma que todos se pusieron un poco más firmes, a pesar de verse mitigada por la mascarilla—. Significa que ahora mismo sólo hay dos cosas que nos van a hacer sobrevivir. La primera es nuestro valor y la fuerza de los hombres de la XI compañía.
Al decir esto se oyó un estruendo de vítores y soldados golpeando con sus armas las armaduras que portaban, poco más que un peto de una aleación muy ligera.
—Y la otra es su mala puntería.
Algunos prorrumpieron en risas, otros se golpearon más fuerte y la mayoría ambas cosas.
—Ahora avanzaremos y les demostraremos a esos cerdos de qué estamos hechos. Seguid el estandarte. ¡Por Ocentia, por el rey Davos, por la princesa Maria!
—¡Por Ocentia, por el rey Davos, por la princesa Maria! —repitieron doscientas voces al unísono.
Cuatrocientos pies se pusieron en camino a espaldas de Draco, que sostenía en una mano la enseña y en la siniestra su sable. El estruendo de la marcha acompasada se acompañaba con el ritmo que marcaban los tambores y los retortijones metálicos y bufidos de los trajes de combate de vapor. Era la sinfonía de aquellos que se encuentran entre la espada y la pared y aún así empujan la espada con el pecho.
Pero en los pensamientos de Draco no estaban las batallas ni el valor y fuerza de sus hombres. Sólo había una cosa y esto era lo que pensaba: «¿has oído, Maria? Todo esto es por ti. Espérame aunque sea en el fin del mundo, llegaré a donde quiera que estés».

20/10/10

El sueño del jinete


El sol se alza herido
en estas tierras extrañas.
Cabalgamos sin descanso
entre las nieves eternas.
Duermo sobre mi caballo
sus bufidos son mi nana
y mis incómodos sueños
los velan mis camaradas.
Cierro los ojos un momento
y sólo veo tu cara.
Cabalgamos y paramos
sólo para la batalla;
nos combaten con sus arcos
y sus flechas de obsidiana,
mas las nuestras son de acero
y de piedra nuestras almas.
Ya no recuerdo el sol del sur,
ni tampoco sus cañadas,
ni tan siquiera mi nombre,
sólo recuerdo tu cara.
Corro directo a la muerte,
somos jinetes fantasma,
no dejamos nada atrás
salvo la última batalla.
No tenemos rumbo alguno,

pero seguimos un mapa:
su humo nos guía al combate.
Atacamos siempre al alba,
arrasamos sus aldeas,
carbonizamos sus casas,
y saqueamos sus templos.
No quedan viudas ni huérfanos,
perdonamos una vida
para que a narrarlo vaya.
Somos jinetes fantasma;
nuestra misión es amarga:
cabalgar para morir,
vivir para la batalla.
Acaso puedas oírme
en donde estés enterrada.
¿Es tan dulce como dicen
la muerte tan anhelada?
Ya me lo responderás,
ésta es mi última mañana;
todas mis heridas gritan
que sólo habrá otra batalla.
Mis ojos se van nublando,
no sostengo la mirada.
Si duermo no será el fin,
despertaré entre tus brazos.

16/10/10

La caracola

Poesía en prosa. Tang de culebra para el que pille el juego de vocales.
La belleza de la caracola no ha de hallarse en el penetrante sonido o el bello color. La belleza de la caracola se encuentra en la sensación al tocarla. pero las suaves curvas de aquella no se pueden mezclar con tal adjetivo por ser planas y yermas. Son suavs al ser imperfectas, llenas de pequeñas mellas en las que perder los dedos. ¿No comparte tal vez tu piel el tacto de la caracola? Esa tez imperfectamente hermosa tan alejada de las caricias de mis manos. ¿Me dejas palparte?

13/9/10

Ni tanto ni tan calvo

De todos es conocida la insidia con la que el traductor de Google se ensaña con el idioma. No vengo a hablar de eso, que ese valle ya está muy arado, sino más bien de todo lo contrario: sin dejar de ser chocante Google se pasa de culto.
Ahora puedo empezar mi relato. Hallábame de madrugada viendo una película cuando en el susodicho filme vi una leyenda en inglés que rezaba «peep show» (no penséis mal, era «Amélie» (¿cómo que ahora pensáis peor)) y aunque podía hacerme una idea del significado de los vocablos ya que dentro había señoritas con poca ropa me dije «¿qué coño? Vamos a asegurarnos». Google daba dos resultados; el primero desalentador «mundonuevo» (sí, todo junto), pero el que nos atañe era el segundo: «espectáculo sicalíptico».
Sin querer caer en la pedantería no hallé en mi apañadico vocabulario esa palabra. Así que recurrí a los siempre amables señores de los siñones con letras que tienen un diccionario en línea (el DRAE para los amantes de las sílabas) que me dijo: «sicalíptico, ca. 1. adj. Perteneciente o relativo a la sicalipsis». Bien, como es natural busqué «sicalipsis» porque no se molestan en poner links y hallé lo siguiente: «sicalipsis. (Del gr. σῦκον, higo, y ἄλειψις, acción de untar, frotar). 1. f. Malicia sexual, picardía erótica».
Llegados a este punto eché cuenta a dos cosas. La primera que mis grandes dotes deductivas no erraron y realmente «peep show» era un espectáculo de señoritas. La segunda fue este sencillo pensamiento: «¿higos? ¿frotar? Putos griegos... Todos calientes como estufas».
Y ahora la pregunta para la reflexión. ¿Es igual de inútil poner malas definciones como hacerlo demasiado bien? Comenten, comenten, que todavía es gratis y con suerte estreno el buzón de spam.

24/6/10

Mapa grande


Sí, el título y la imagen son bastante descriptivos... Pero de todas formas me explicaré.
Como siempre me ha gustado dibujar mapas (como podéis ver aquí) un día me agencié una cartulina y me puse a dibujar. Como veis no anda falto de anotaciones y si miráis al sur esas manchas negras son bosques que tuve que hacer círculo a círculo para que la textura quedara bien (modesto yo). Como hacía bonito lo tengo colgado en mi habitación desde hace años, por eso tiene marco y cristal.
PD: sí, el monitor se refleja en el cristal del marco, lo que se ve es el msn de fondo (creo) y el programa de la cam para sacar capturas.

20/6/10

Cambio de cuenta

Puede que a partir de ahora veáis que el autor de las entradas no es KhazikeKhashondo sino Khazike Khashondo (sí con un espacio en medio). Esto no responde a otra cosa sino a que he cambiado de cuenta de correo (ahora es de Gmail, gracias, señor Google) y por eso ahora tengo un perfil distinto, sigo con otra cuenta y toda esa jarana. Era sólo por si os lo preguntabais. Feliz domingo, para mí no lo está siendo, pero eso no es nada nuevo... ¡Como los odio!

8/6/10

Olvido

Olvido, perdóname y cálmame, no des más de lado a tu hijo pródigo. Olvido, dame tu negrura, déjame hundirme en tus pozos donde jamás pueda volver a tocamre la luz. Olvido, trágate los falsos pensamientos, trágate mis engaños, trágatelo todo. Olvido, déjame olvidar, déjame olvidar que no puedo olvidar... Por favor, sólo por esta vez.

5/6/10

Feliz cumpleblogs

Sí, dos años ya y más de 150 entradas, ¿quién lo iba a decir? Aunque una de las cosas que me duelen es que siga habiendo más entradas que comentarios... El blog pasa hambre y no le queréis dar de comer. ¬¬
En fin, no os entretendré mucho, felicitaciones en los comentarios. =D

2/6/10

La iglesia

Las puertas de la iglesia se abrieron y un hombre las cruzó. Marcas invisibles recorrían su rostro firme, su cuerpo cubierto con ropas monocromas, sus ojos de un gris igual al de su gabardina, que miraban decididos al altar.
No había más luz en el interior que la de la luna, que se filtraba por las ventanas y la puerta abierta y una miríada de velas, que formaban un pasillo desde la puerta al altar donde se acumulaban en círculo. En un círculo en cuyo centro había una mujer, arrodillada, con las manos juntas y absorta en la oración.
El hombre de las cicatrices invisibles puso un pie en la iglesia y el eco de una voz femenina resonó desde el círculo luminoso:
—Has venido, Eduardo.
El hombre no contestó, siguió caminando. La chica, pues apenas llegaba a la veintena, se irguió y se dio la vuelta para mirar a Eduardo. Su rostro era pálido como un cirio y contrastaba con la profunda oscuridad de su pelo. Sólo llevaba un vestido blanco.
—¿Vienes a mí o contra mí? —preguntó con una voz dulce, pero profunda.
—Esto tiene que acabar, Isa —respondió él, sin cesar su caminar decidido.
—Siento mucho oír eso.
Movió la mano, llevándosela delicadamente al pecho. La luz de las velas vibró, un aura celeste, fría, rodeó a Isa; su mirada estaba perdida en el infinito.
Eduardo empezó a notar la cabeza pesada, el suelo temblaba a sus pies. Apenas podía sentir los brazos cuando se sacó una bolsa de cuero que llevaba colgada al cuello y balbuceó un galimatías irreproducible.
El malestar cesó, el aura de la chica se disipó, las velas se calmaron. Los ojos de ella se clavaron en él, acusadores.
—Al final has recurrido a esa ramera… —le dijo.
Eduardo la miró, jadeando un poco.
—Te ha salido bien, pero seguro que te cobró más de lo que puedes pagar —continuó ella—. Yo podría haberte dado mucho más, sólo te hubiera pedido que estuvieras a mi lado. Que me fueras fiel… como antes.
—No puedo ayudarte en lo que te propones.
—¡Entonces muérete de una vez!
Se dio la vuelta un instante y volvió empuñando una pistola con la que apuntó directamente a Eduardo. Disparó. Éste esquivó el disparo. El retroceso había aturdido por un momento a Isa, así que corrió hasta el altar. Antes de que lograse volver a disparar le apartó la pistola de un fuerte manotazo.
La chica intentó correr, pero Eduardo la cogió de la cintura, la tumbó en el altar y empezó a estrangularla. Ella se aferró a sus muñecas, intentando resistirse, pero nada podía hacer contra la fuerza del hombre.
—Es la única manera, Isa.
Las lágrimas empezaron a correr por las pálidas mejillas de la chica. Apenas podía respirar.
—Pero te amo —dijo con el último aliento.
Cuando dejó de moverse, Eduardo se separó de ella y le cerró los ojos.
—Yo a ti también… Hasta siempre.
Pateó todas las velas que pudo mientras salía. El fuego se extendió rápidamente por las alfombras y los bancos de madera. No quedaría nada de ella.

25/5/10

Carta a los reyes 2010

Has litteras fueron fechas en Málaga a
martes 11 de mayo, anno Domini MMX
A la atención de SS. MM. RR. los Reges Magi Orientis; Melchor, Gaspar y el Negro.
Saludos de cordo. Non scio si findarán extraño, insólito u raroso que se les envíen
misivas d’etta natura findándonos in diez tam primaverosos, iam topando l’ettío —al
minus in meo semisferio—, pero la desesperitud me s’ha metí’o en la soula et
dificilosamente posum aguantar la tentatio et he acabado por surrendirme a ella. Mea
culpa.
Explicativados mis motores creo ser de lex ir derechamente al tema que tien
qu’ocupá’ las letras estas: mis regalitudes pras aproximantes nadaltividades dadivaneñas.
No sum yo de peter muncho e aqueste anno non va ad ser diferencial, al meno’ en ezo.
N’etta ocasio namá vuelo una vaca grande, amarilla y de ubres calientes.
Non est necesitoso que sea de grande grandura, pero sí cum una cornitud
respectabile por si aliquo malvadoso tentara de hurtarla. Non tie tampico que essere
yelou der to sino que mihi vale a manchas, rajas et inclusive quadros et inclusivíssimo
to miscelaneado, como las patas rayá’s y er jopo a topos. De las ubres sí dicir ut gustaría
de que fueran benem caldas pa’ ho modo non haber de caldar la leite pros de verterle el
colacau.
Po’ namá qu’ezo. Weito mi presentitud con ansieza pa’ dadivanes. Dixit.
B. RR. PP. SS. MM. Khazike Khashondo

23/5/10

Los ojos del gato

Conste que lo escribí en poco más de diez minutos.

¿De dónde demonios habrá salido este gato? Lleva ya… ¿Cuánto tiempo? ¿Días horas? Da igual. No deja de mirarme. Y lo peor es que se me ha acabado el güisqui.
No sé si espera algo de mí, lo poco que gano lo invierto en bebida, no tengo nada para darle de comer. A lo mejor con un gato flacucho al lado me dan más limosna, con los perros funciona…
No, no está funcionando. Tiene algo que aleja a la gente. Es blanco como un palio y sus ojos verdes se clavan como cuchillos. Mira a todo el que se acerca a echarme algo y nadie puede sostener su mirada lo suficiente como para darme algo… Maldito bicho.
¿Por qué seguirá mirándome? Si lo ahuyento simplemente se pone en otro sitio y sigue apuñalándome con la mirada. Y ya he probado a decirle que no tengo comida.
Hace días que el gato sigue mirándome. Creo que ni siquiera parpadea.
Me pone los pelos aún más de punta. ¿Es una brisa fría lo que siento cuando agita la cola?
Ayer maulló y sonó como el repicar de una campana. Aunque paró, seguí oyendo su maullido en mi cabeza, tan alto como las sirenas de la policía, durante horas. Pensé que me quedaría para siempre acurrucado entre cartones oyendo ese maullido diabólico mientras el gato no dejaba de mirarme.
Una vez oí una historia de un gato que vivía en una residencia. Si se tumbaba en el regazo de uno de los ancianos el viejo la espichaba al poco… Supongo que deberían odiar a ese gato tanto como yo. A lo mejor no es más que el mismo augurio.
¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Ese camión acaba de atropellar a un tipo. Apenas ha quedado nada de él entero. No sé de dónde ha salido el maldito camión, ha doblado la esquina a toda hostia y después se ha dado a la fuga. ¡Joder! Lo peor de todo es que el pobre bastardo había estado acariciando al maldito gato cuando se acercó a echarme algo. El jodido bicho le ronroneó y se le pasó por entre las piernas.
Ese gato es la Muerte y viene a por mí, lo sé. ¡Lo sé, maldita sea! Tengo que correr.
¡Dios mío! Me sigue, sé que me sigue, por mucho que corra le veo al doblar la esquina, en un tejado a mis espaldas por un instante. Es un borrón blanco que me sigue sin parar. ¡Déjame en paz!
Un callejón sin salida… Estoy pegado a la pared y el gato se acerca por el callejón. Paso a paso con sus patitas blancas. Puedo escuchar como tocan el asfalto: tic, tic, tic… Me mira con sus ojos verdes y me sonríe con esa sonrisa que saben poner los gatos.
No pienso dejar que me coja, no pienso dejarlo. Tengo una navaja en el bolsillo, sólo tengo que ponérmela en el cuello y antes de que consiga matarme lo haré yo. ¡Chúpate ésa, Muerte!

Las fresas

Ahí está otra vez. Es un resplandor rojo… A veces lo veo por el rabillo del ojo cuando se esconde detrás de un mueble o se desliza, sigiloso, para doblar una esquina.
Hace un par de días que lo vi por la ventanilla del autobús, junto al cartel de un bar… Pero sólo duró un segundo.
Como ayer, cuando lo vi en el reflejo de las páginas de un libro que pasaban rápidamente. Ahora me hace gracia que fuera “El sueño de una noche de verano”.
Esta mañana también estaba ahí cuando abrí los ojos, sólo un instante rojo… Que se me ha quedado clavado.
¿Estoy loco?
Hoy me he atrevido a contárselo a unos amigos. Se han reído de mí, no me esperaba otra cosa… Cuando han comprendido que lo decía en serio se han preocupado. Me dan igual sus risas y su compasión, sólo esperaba que me pudieran decir qué es el resplandor rojo.
Finalmente es un libro de niños el que me da la idea. ¿Y si fuera un hada? Parece ridículo…
No obstante al poco empecé a oír aleteos, pero nunca al mismo tiempo que veía el resplandor. Eso me hizo pensármelo.
Cuando pude fui a una de esas grandes librerías a conseguir material sobre el tema. La cajera me miró un poco raro, más divertida que extrañada.
He pasado horas leyendo esos libros. Las informaciones son contradictorias, pero ya me lo esperaba. Intento separar la chicha de la paja buscando puntos comunes… Hay días que sólo duermo un par de horas y encima tengo que estudiar.
Ahora veo el resplandor dos , tres o incluso cuatro veces al día y ahora acompañado del aleteo. Intento no mirarlo directamente para que no desaparezca tan pronto.
Creo que intentaré algo.
Vivo en un apartamento y no tengo chimenea que limpiar para que baile, así que tendrá que contentarse con un cuenco de leche junto a la puerta por la noche.
Lo recogí esta mañana y hubiera jurado que había menos… Supongo que era demasiado para ella. Esta noche le pondré otro.
Llevo ya una semana poniéndole un cuenco nuevo cada noche y siempre me parece que ha descendido por la mañana. Por las noches a veces me despiertan aleteos y una risa.
Anoche me levanté en silencio y me asomé al pasillo. ¡La vi!
No medía más de veinte centímetros tenía una piel tan clara que era casi transparente y su pelo y el vestidito que llevaba eran de un rojo tan vivo y parecido que casi se confundían. Sólo duró unos segundos hasta que se percató de mi presencia y desapareció con una estela roja… Pero creo que antes me sonrió. Volví a la cama, pero esa noche no pude dormir.
A la noche siguiente volvió, escuché las risas, pensé que se habría enfadado conmigo. Menos mal…
Probaré a acercar cada noche más el cuenco a mi dormitorio, así a lo mejor se acostumbra a mí.
Ya van dos semanas y parece no molestarle. Ya bebe en la puerta de mi cuarto, pero no me atrevo a ponerlo dentro.
A lo mejor podría ofrecerle algo distinto: es temporada de fresas, seguro que le gusta la fruta de su mismo color.
Puse un cuenco de fresas en la puerta, pero esta vez por dentro.
Ha funcionado; las risas se oyen más altas y alegres, creo que he acertado.
Apenas pude creerme lo que pasó luego, no sé si fue un sueño, pero quiero pensar que no.
Una inusual corriente de aire me hizo despertar esa noche, cuando ya estaba adormilado. Abrí los ojos y ahí estaba el hada, de pie sobre mi pecho y sonriéndome con una fresa que en sus manitas parecía enorme.
No supe qué decir, pero no hizo falta que dijera nada. Entre risas me puso la fresa en los labios para que la mordiera. Cuando lo hice me dedicó una risita encantadora y antes de desaparecer me dejó un besito diminuto en la frente.
Cada vez paso menos tiempo fuera. No veo el momento de volver a casa para estar con el hada.
No decimos nada, sólo estamos juntos en la cama bebiendo leche y comiendo fresas.
Creo que ya me está cogiendo confianza, porque ha empezado a hablarme. Ayer mismo me dijo “gracias” cuando le acerqué una fresa.
Cada vez habla más, sé que su nombre es Tyra y que viene de la ciudad de Thùan, que está en la luna.
He dejado la carrera y seguramente ya me darán por muerto en la cafetería donde trabajaba. Tengo el móvil apagado todo el día para no escuchar a mis amigos, sólo salgo para comprar más leche y más fresas. Cuando vuelvo me encierro durante días en casa para hablar con Tyra.
Mis ex-amigos han venido a aporrear mi puerta, quieren separarme de Tyra, por eso no les he dejado pasar. O eso me dijo ella y sé que las hadas no mienten. Sólo quiero comer y jugar y hablar, pero sólo con Tyra.
Me cuenta muchas cosas sobre Thùan como que viven comiendo el éter de la luna o que hacen castillos enormes con polvo de estrellas en vez de arena. Me cuenta tantas cosas que mi memoria no da abasto y ya he olvidado el nombre de mis padres, la cara de mis ex-amigos, mi edad, donde vivo…
¡Pero ya nada de eso importa! Tyra dice que volverá a Thùan y que quiere llevarme con ella. ¡Estoy tan feliz! Me ha explicado que tengo que salir en una noche de luna llena cuando se refleje muy bien en el mar. Entonces iré al puerto, cogeré una barquichuela y remaré hasta llegar al reflejo de la luna. Y saltaré y nadaré muy profundo porque Tyra dice que el mar es un reflejo del cielo y las hadas no mienten. Así que en lugar de bucear estaría volando hacia la luna, hacia Thùan, la ciudad de las hadas. Y allí viviré con Tyra y sus amigas, jugando y riendo para siempre.

15/5/10

El amanecer los fines de semana

Cálida leche
que fluye y rebosa
por mi ventana.

Coros distantes,
testigos indiscretos
de la hora roja.

Dulces abrazos
de amantes azules
de seda y tela.

7/5/10

Mmh, elefante limpio

Dado que hace tiempo que no hablo de mí mismo y que, por tanto, el blog se deshumaniza a pasos agigantados voy a contar, en pocas palabras, cómo he limpiado mi elefante teclado. Que después de todo esto es un blog personal y mío por si fuera poco.
Nada más sencillo que veinte minutos jodiéndote los dedos levantando las teclitas, diez quitándole sus tres capas de polvo de rigor y tres cuartos de hora volviendo a averiguar cómo iban las teclas basándote en el portátil de tu madre; diversión para toda la familia... si le gustan los puzzles.
La tecla X desertó durante un rato, pero fue convenientemente arrestada, ahorcada y devuelta a la formación. 4 great justice!
Y eso es todo, ya me he desahogado, a mamarla, caballeros.

25/4/10

Sir Gelhar

Los dos ancianos dragones que custodiaban la entrada le habían cogido por sorpresa… O casi. Había sido buena idea enviar ante él a uno de sus pajes para comprobar si la senda era segura; esas dos estatuas no le habían dado buena espina y resultaron ser un camuflaje idóneo.
—Milord —le susurró otro de sus humildes servidores, Wall, con temor al agudo oído de las bestias—, deberíamos huir. Nos achicharrarán como han hecho con el joven Osfrid.
—¿Desde cuándo un caballero consiente el miedo en sí mismo o en quienes le rodean? —le replicó sir Gelhar, Señor de Hightower y leal servidor del rey.
Wall se estremeció por el castigo que podría acarrear su audacia y porque el alto tono que el noble empleaba podría atraer a las criaturas. Un caballero nunca susurra, un caballero no tiene por qué esconderse.
—¡Cómo se hace patente vuestro vil origen! —gritó el caballero a los tres seguidores, masas de carne atemorizada, que aún le quedaban—. Quedaos aquí si gustáis, pero yo he de batirme con esos engendros de Satán. Rezad.
Se levantó ajustándose las piezas de la armadura y tomando sus armas.
—¡Milord! —exclamó Wall ya sin miedo a los dragones que sin duda ya se habrían percatado de que ciento cincuenta quilos de caballero, armadura y armamento pesado se dirigían hacia ellos.
Sir Gelhar no le escuchaba, invocaba los auspicios divinos para que le dieran su favor. Por sus venas hervía sangre fanática. Sangre de la que había derramado litros y litros como penitencia. Un par de lagartijas no iban a detener a un paladín de Dios.
Se plantó frente a las bestias que flanqueaban las monumentales puertas de la cámara contigua. Cuatro pares de ojos le estudiaron. Sir Gelhar sólo tenía un ojo para cada uno, pero su mirada era tan penetrante que podría empujar a un hombre débil al suicidio instantáneo.
Y entonces gritó. Gritó hasta casi rajarse la garganta.
—¡Por el rey! ¡Por Camelot! ¡Por Dios!
Y la última palabra resonó tan fuerte que el fuerte sonido de su bláster apenas pudo acallarla.
Una ráfaga de proyectiles de energía golpearon al dragón de su derecha. El animal había esquivado la mayoría, pero uno había logrado alcanzarlo en la serpentina cabeza, cegándolo.
El izquierdo había tenido mejor suerte. Escupió una potente ráfaga de fuego azul que sir Gelhar esquivó con un salto y una veloz carrera. Su traje de enormes placas metálicas producía un ligero campo antigravitatorio que hacían al portador ligero como una pluma… Y las potentes bombas hidráulicas que incorporaba podían convertir el puñetazo más desganado al equivalente de un cañonazo.
Esto mismo lo comprobó de cerca la criatura de cuatro metros que había disparado, cuando recibió un golpe de doscientos treinta quilos de presión que atravesó su potente coraza escamosa. Si en ese momento pensó que ya no podía ir a peor probablemente debió entonar un mea culpa cuando sintió que su cegado compañero se le echaba encima sin saberlo y que tenía sobre él a un loco que le acribillaba con un bláster gritando el Credo en latín.
Credo in unum Deum Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae!
Normalmente sus escamas le restarían la mayor fuerza a este tipo de envites, pero el involuntario placaje de su colega le había puesto en una posición peliaguda, con las patas alzadas y el débil vientre descubierto. Sólo fue cuestión de tiempo que encontrase su corazón.
Y mientras éste expiraba, el otro —o más correctamente la otra, al estar hablando de una hembra— aún se retorcía intentando alcanzar con la ágil cola al pequeño humano sin atreverse a escupir por miedo a dañar a su compañero.
Sir Gelhar desactivó el seguro de una granada de plasma y empezó a contar.
Cinco.
Se colocó a un costado de la dragona y disparó una ráfaga a su costado, picándola como a un toro en la lidia.
Cuatro.
Su contrincante se volvió hacia su dirección, frenética, pero el noble ya no estaba.
Tres.
Sir Gelhar volvió a dispararle, esta vez a la cabeza.
Dos.
Tal fue la furia de la criatura que abrió ampliamente sus fauces, llevada por la ira, y empezó a cargar una fuerte llamarada de metano incandescente.
Uno.
Sir Gelhar, adelantándose a este movimiento lanzó la granada con la ayuda de su potente brazo hidráulico, alcanzando una velocidad extrema.
Cero.
La granada, recorrido el tramo que la separaba de la boca de la dragona, se internó todavía más por su cuello y estalló antes de que saliese la llamarada.
Trozos de dragón llovieron por la sala.
Sir Gelhar se tomó un respiro. Sus humildes servidores lo miraron atónitos, era su primer día.
A los últimos los había perdido en una incursión a un planeta dominado por una irascible tribu de ogros, una lástima. Por fortuna había encontrado sustitutos aceptables antes de embarcarse en la búsqueda de reliquias en ese planeta húmedo y lleno de vegetación. Días de búsqueda intensiva con radares y cazas le habían conducido hasta esa cueva y lo que ocultaba. Llevaba años buscándolo.
Cargó su bláster, abrió de un disparo las puertas y las franqueó.

17/4/10

Nada más

¡Dios ha muerto! ¿Y cuándo estuvo vivo? Escúchame y despierta: destruye el becerro dorado que fundiste. ¿Qué es sino frío metal? Sólo se calienta con tu llama y, si acaso lo viste moverse, no fueron más que sombras engañosas y nada más. ¿Alguna vez le has oído hablar de verdad o siquiera mugir? Las bellas palabras surgen de bocas humanas y nada más. ¡Los ídolos están huecos y en ellos sólo resuena el eco de las palabras que les das! Derriba el fetiche que nada de divino tiene, ni nada te dio, ni nada te dará y ama lo que hay y lo que está. Nada más.

Piensa en las personas que idolatras y decide si lo merecen o son becerros, sombras y nada más.

13/4/10

Cabalga

Muy lejos, donde jamás hoyó hijo de Adán, un hombre cabalga. Las lágrimas se han secado en sus ojos y ya sólo cabalga. Cabalga sobre el mar enbravecido, salvando olas altas como montañas. Cabalga por un llamado que no pudo desoír más. Mil heridas aún sin cerrar cubren su rostro y sus brazos y su pecho, y aunque la sal le escuce hasta los huesos, sin cesar cabalga. E incita al caballo, insistente, le golpea de plano con una espada negra como la noche, una espada sin empuñadura que hiende su mano tiñendo el mar y el cielo de furioso rojo. PEro el hombre ya no siente el dolor porque infinitas gotas de sangre manan de los infinitos dedos de infinitos hombres sobre infinitos caballos cabalgando por infinitos mares hacia tu voz, tu voz que ya no podrá volver a ser ignorada... Jamás.

8/4/10

Inés

Inés caminaba sola en la ciudad de noche, peinada para salir, maquillada con cuidado y llevando un corto vestido azul que había combinado con los zapatos y el bolso. Y aún así no estaba especialmente guapa; sólo era mona, del montón. Y ella lo sabía.
Los edificios que la bordeaban parecían querer echarse sobre ella, aplastarla como a un insecto hasta que quedara aún menos de lo que ya había. Porque ella había interiorizado que no era nadie, poco más que una pieza de un aburrido engranaje, el tipo de gente que está ahí para que las demás resalten.
Mirara donde mirara sólo podía ver que la gente tenía una vida mucho más interesante que la suya. En la calle sólo veía chicas guapas, rubias con más tetas que ella, hombres que nunca se fijarían en ella, triunfadores, vividores… Y en medio de todo eso Inés. ¿Qué era ella?
Su aburrida familia vivía en un pueblo aburrido. Ella vivía sola en la aburrida caja de zapatos que le servía como apartamento; no tenía novio, no tenía perro, no tenía amigos… Y lo peor era su aburrido trabajo: monótono y mortalmente aburrido, cada día lo mismo una vez y otra y otra y otra sin posibilidad de avanzar por muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba nadie a fijarse en ella?
Sólo salir por las noches la animaba. Cada vez a un sitio distinto y con diferente intervalo de tiempo… Aunque últimamente cada vez las necesitaba con más urgencia.
Iba a cualquier local y buscaba a un chico. No quería a cualquier chico; sólo si eran menudos o gordos y especialmente ambas cosas. No es que la atrajeran especialmente, pero era necesario. Igual que el que fueran confiados y estuvieran lo bastante calientes como para seguirla como perritos falderos.
Los conducía con zalamerías hasta un parque o un cuarto de baño o cualquier sitio donde estuviese segura de que no podían verlos. Entonces, cuando le daban la espalda esperando otros favores, sacaba una bolsa de plástico de su bolso que había escogido antes de salir especialmente para eso, se la echaba sobre la cabeza y comenzaba a asfixiarlos. Por eso los buscaba principalmente por la poca resistencia que pudieran ofrecer y hasta ahora siempre había acertado.
Se pasaba delante de ellos y les miraba a sus ojos aterrados y anhelantes. Era mirando aquellos ojos cuando se sentía como una diosa, señora de la vida y de la muerte. En la mente de aquel desdichado sólo existían ella y su bolsa. Mirando aquellos ojos desesperados en lugares de los que la gente común renegaba creaba un pequeño universo; y sólo ella estaba en el centro.
Eso la excitaba más de lo que podía resistir. Cuando aún seguía vivo, pero débil, sacaba el pene del moribundo, a menudo erecto por la proximidad de la muerte y le masturbaba mientras moría. Muchas veces conseguían eyacular antes de morir como un último intento de salvar su semilla. Entonces Inés sentía realmente la satisfacción del trabajo cumplido y su sexo se inflamaba aún más.
Al acabar recogía la bolsa y se iba sin más, sin siquiera limpiarse el semen que pudiera haberle caído. Cuando llegaba a casa se masturbaba el resto de la noche hasta dormirse de agotamiento.
Y pasaba los días entre salida y salida recordando los ojos de todas sus víctimas en la cama, la bañera, mientras cocinaba, en el salón viendo la televisión… Y ésa era otra de sus fuentes de placer; se regocijaba oyéndose nombrar en las noticias de Antena 3 o leyéndose en la prensa y seguía masturbándose mientras lo hacía. Adoraba correrse cuando oía su nombre “artístico”: el asesino del plástico.
Y aún la excitaba más oír a sus compañeros de trabajo comentar sus actos en charlas casuales en la cafetería y no podía reprimir la necesidad de encerrarse en el baño. Eso empezaba a extrañarles, pero no importaba; esa noche el asesino del plástico se cobraría un alma más y en su pequeño paraíso ninguna otra cosa importaría. Ninguna.
Una gota cayó sobre su nariz. Y luego otra y otra. En pocos momentos la lluvia se hizo más fuerte y la gente corrió en la calle hacia lugar seguro. Inés encontró refugio en una calleja lateral, bajo el toldo de una tienda. Se encontró con las mejillas ennegrecidas por el rímel mojado.
Unas pocas lágrimas se juntaron a las gotas que atravesaban su cara estropeando el maquillaje y peinado; de esa guisa es noche no habría placer y tendría que esperar más…
Su mano se movió inconscientemente a su falda mojada y pegada a los muslos. Intentaba contenerse, pero su libido le reprochaba una lluvia que ella no había provocado y le exigía…
—Hola, Inés.
Paró. ¿Quién estaba ahí? ¿Cómo sabía su nombre?
—Te estábamos esperando, has sido mala.
Se giró y vio a un niño de unos once años, rubio, sonriente y con una mochila de colegio a la espalda. Y tras él una sombra más profunda que las sombras de la calleja, recortada contra las luces que llegaban de la avenida.
La sombra se movió.
En unos instantes sombras fue lo único que el asesino del plástico, Inés o la minucia que siempre fue, ya sólo vio sombras.

29/3/10

El hombre y el caballo

Muy lejos, donde nunca llegó el sol ni las miradas mortales, un hombre llora junto al mar y sostiene a su caballo. Sostiene a su caballo para que no salte, no corra, no huya buscando la otra orilla. El miedo consume al hombre, el mar le aterra; tan profundo, tan ancho, alargándose hasta copular con el cielo... Por eso el hombre llora y sostiene el caballo y sólo le deja correr lejos de la orilla; porque teme que el caballo le arrastre al fondo insondable si vuelve a oír tu voz. Tu voz. Tu voz que sin quererlo lo llama desde la otra orilla.

Espejos

¿Alguna vez te has preguntado si la persona que te mira al otro lado del espejo es real? “No”, dirás, “sólo es cosa de la luz”. Y tienes toda la razón del mundo. No existe nada más al otro lado del espejo… para ti.
Nathanæl acarició la pulida superficie de su espejo. Era de cuerpo completo y lo limpiaba entero cada día… dos veces. Le gustaba mirar su reflejo y sonreír a aquella persona que tanto se le parecía y le devolvía la sonrisa en aquella habitación que tanto se parecía a la suya.

Había amontonado toda clase de cosas en su cuarto: objetos de coleccionista, comida, basura, electrodomésticos… Todo lo que había podido encontrar en sus cada vez menos frecuentes salidas. Hasta que un día cerró la puerta y no había vuelto a abrirla, al menos, la de clara madera cubierta de elegantes vetas más oscuras que se cerraba con un bonito pomo de un color broncíneo trabajado con una forma esférica tan perfecta que le había mantenido absorto durante algunos días en un tiempo del que parecía separarlo una eternidad. Había cerrado aquella puerta, pero no el espejo.

Cuanto menos salía por la puerta de madera más lo hacía por la de cristal. No era difícil, al menos para él; miraba al espejo mucho mucho tiempo y de pronto sentía que estaba al Otro Lado y la otra persona estaba en su lugar. No sabía cómo lo sabía, pero sabía que lo sabía. Era una sensación extraña, una especie de niebla estridente, un olor negro o una oscuridad suave como terciopelo… Los detalles cambiaban, había cosas en otro lugar, cosas que faltaban o cosas que no estaban en Este Lado. Pero, fuera como fuera, sabía que había llegado al Otro Lado.

Pero la habitación del Otro Lado era lo único que se parecía al nuestro, al menos, que Nathanæl hubiera visto; porque era un nodo, un sitio donde los dos mundos se juntan a través de reflejos y él atravesaba de un lugar a otro aprovechándolo.

Lo que había tras la puerta de la habitación del Otro Lado del espejo poco —o mucho— tenía que ver con nuestro mundo. Parecía un collage, un lugar formado por incontables otros lugares unidos por una mente trastornada o el simple azar, trozos de sueños perdidos aglutinados sin concierto y conectados por puertas que no siempre se podían ver. A veces corrías hasta una bonita puerta de latón marrón en mitad de un desolado campo de nieve para hallarte al borde de un abismo del que no podías ver el fondo ni el otro extremo —si es que alguno existía— y sólo aves con cabeza de felino lo sobrevolaban, o caminando sobre las aguas de un lago sobre una ciudad invertida cuyos rascacielos crecían hacia abajo desde el agua y podías ver a la gente caminando al revés bajo tus pies, o en el lejano palacio del Rey Mendigo cuya corte de parias, ratas y piojos te recibe con suntuosidad y te ofrece banquetes de vino de cartón y zapatos escaldados.

Porque en el Otro Lado también hay gente, pero no son como nosotros… Algunos tienen apariencia vagamente humana, pero sin rostro; otros poseen miembros de más o de menos; otros tienen forma de animal; otros, simplemente, son inenarrables. Pero todos hablan una misma lengua, un extraño galimatías de sílabas que Nathanæl había aprendido a descifrar vagamente en sus exploraciones. Se referían a él como jTolge o alguna de sus numerosas derivaciones, palabra que él relacionaba con “extraño”. También conocía las palabras para “tierra” (eQ’h’), “puerta” (mNah’) o “alma” (ttwya).

“Alma” se decía de muchas muchas otras formas, para hablar de distintos tipos de alma; “generosa”, “amable”, “taimada”… Pero a él sólo le interesaban las ttwya porque eran un tipo muy especial de alma: cuando alguien sueña su alma atraviesa el Otro Lado hacia el Reino de los Sueños y a veces, al intentar volver, no encuentra el camino y se queda sola y asustada en el Otro Lado. Nathanæl las buscaba, las sacaba de sus escondites y las recolectaba porque ellas podían abrirle las puertas del Otro Lado que no se podían ver a simple vista y explorar cada vez más lejos.

Pero Nathanæl no era el único jTolge que pasaba al Otro Lado. Había visto a otros rondando, comiendo con el Rey Mendigo y recolectando ttwya. A veces se habían confrontado por una, pero Nathanæl siempre cedía y nunca hablaba. Los otros jTolge le traían sin cuidado, hicieran lo que hicieran y los viera donde los viera, él sólo quería llegar más profundo.

Buscaba algo. No sabía qué, pero cuando lo encontraba estaba totalmente seguro. A veces encontraba tesoros abandonados donde la gente del Otro Lado —los kkege, como ellos se llamaban, aunque tienen otros muchos nombres— no se atrevía a entrar o no podían por no saber encontrar las antiguas puertas que sólo las almas perdidas conocían. Aún así Nathanæl había oído leyendas: algún tipo de llave que permite ver todas esas puertas; el espejo verdadero que te muestra tal y como eres no sólo en aspecto sino también en lo más hondo de tu ser y te puede hacer caer en la locura, o la corona de un kkege que un día gobernó en el Otro Lado, ¿quién sabe?

Pero cuanto más se alejaba de la gente del Otro Lado más se acercaba a los y’tge u horrores profundos, como él los llamaba. Seres salidos de las peores pesadillas de las propias pesadillas. A veces eran monstruos horribles con cientos de tentáculos o simples hombres de traje o una niebla espesa y roja… Pero cuando Nathanæl veía uno lo sabía: no podían ocultar sus ojos. Y corría y corría, porque sabía que si le atrapaban nunca volvería a Este Lado y sólo kQuya —o el nombre al que la gente del Otro Lado rezaba— tendría su vida en sus manos…

Por eso Nathanæl nunca olvidaba coger un espejo en la habitación del Otro Lado. Un pequeño espejo de distintas formas que siempre le esperaba al cruzar y que no se encontraba en el cuarto de Este Lado. Si no sabía encontrar el camino de vuelta sólo lo rompía y volvía a despertar en Este Lado frente a su espejo… Cosa que pasaba a menudo, por lo que siempre tenía cuidado de no olvidar el espejo.

Nathanæl volvió a cruzar otra vez su gran y mimado espejo. Esta vez olvidó a posta el espejo pequeño. Quizá no pensaba regresar…

24/3/10

El poeta y el perro

El poeta se agachó frente al perro callejero y dejó que le lamiera la mano.
Eres un ser despreciable, incapaz de despreciarte a ti mismo. El hombre te desprecia y aún así siempre vuelves y mueves la cola y le lames la mano… ¿Por qué?.
El perro se sentó y le miró con una mirada obtusa.
Porque tú y yo somos de la misma raza; de la misma raza maldita. No somos de los perros salvajes, que devuelven gruñidos por amenazas y mordiscos por patadas; ni tampoco somos de los perros mansos y domésticos, amados por los hombres. Entonces, ¿qué somos? Somos los despojos: demasiado mansos para la vida salvaje y demasiado salvajes para vivir como perros mansos.
El perro estaba tumbado y se dejaba rascar.
Y sin embargo sólo deseamos que nos amen. Sólo buscamos una mano que nos alimente. Sólo queremos lo que jamás será nuestro. Porque la nuestra es una raza que sólo encuentra el pie y la piedra y el huir con el rabo entre las piernas cuando sólo ofrecemos lo mejor de nosotros. Porque nunca hallaremos el amor de los hombres ni del mundo, que nos repudia por las pulgas que él mismo nos impone.
Y ambos se alejaron, juntos. Quizá así podrían repartirse su dolor.
Nuestro destino es el único y universal, perro.

3/2/10

La madre en la laguna

La sacerdotisa, totalmente desnuda, se introdujo en una clara laguna en la que se reflejaban las estrellas. Buscó algo en el fondo y lo apretó contra su cuerpo.
El agua no estaba demasiado fría al calor del verano y pronto se acostumbró. Se sentó en el fondo, con el agua a la altura del pecho y acarició su esperanza.
Sobre las piernas cruzadas, acariciándolo con cadencia y calentándolo con el calor de su vientre tenía un huevo casi del tamaño de su cabeza.
Hacía tiempo —mucho para su mente joven e inquieta— que se escapaba del cercano templo las noches que encontraba una forma de salir para incubar su huevo. Las simples escapadas para nadar a la luz de la luna habían sido anteriores, pero en una de ellas encontró el huevo, que parecía haberla estado esperando y llamando reflejando el brillo estelar con su cascarón iridiscente.
Notaba o creía notar que se movía. Su instinto le decía que no quedaba mucho. Quizá esa noche o quizá la siguiente…
Tal vez por eso, para verlo, tantas estrellas se habían citado aquella noche en el cielo. La atípica madre miró a Sirio, su estrella, que parecía brillar sonriéndole. Pero pronto la enorme luna llena ocupó toda su atención, ella también tenía el vientre cargado.
Desde la laguna, aquella enorme luna parecía coronar al zigurat de su orden, que parecía haber crecido de la nada en la inmensidad de una llanura verde hundiéndose en el firmamento oscuro, como el eje que separaba la tierra y el cielo.
Seguro que a las venerables no le haría ninguna gracia enterarse de sus salidas, hacinadas como estaban en su viejo templo, sus viejos dioses y sus viejas formas.
Ella no se sentía cómoda emparedada y ahogada en incienso. ¿Dónde había encontrado ella la felicidad? En la desnudez, en la laguna, en las estrellas… Y ahora también en su hijo.
Notó algo. ¡Notaba cómo se movía! Cogió aire y se sumergió. Sabía que tenía que abrirse bajo el agua. La cáscara se resquebrajó, saltaron pedazos y ella ayudó con sus finos dedos. Y, al fin, su criatura pudo ver la luz de las estrellas.

2/2/10

Amón

La inerte estatua del dios-carnero, desnudo y sereno, aguardaba en el sanctasanctórum.
Trece lunas habían nacido y muerto, trescientos sesenta y cuatros soles habían tenido su amanecer y su atardecer y ese día, en el que la luz empezaría a reclamar el terreno cedido a la noche, él tomaría una nueva esposa.
Podía sentir el latido de la sala contigua, apenas un poco más amplia e iluminada que la suya. En ella su anterior esposa había entrado voluntaria para ser sacrificada. Lo sabía porque su sumo sacerdote ya le había bañado con su sangre y alimentado con su corazón, desmenuzándolo contra sus labios broncíneos.
Ahora mismo ese sacerdote estaría casando con él a una nueva doncella seleccionada por su belleza —que era lo que él deseaba— y su maleabilidad —que era lo que la teocracia que le rendía culto deseaba—.
Una vez consumada la unión, la chica sería la gobernante de iure, pero sólo eso, sólo un títere más en los inútiles juegos y vaivenes de poder humanos que se reuniría con las demás al cabo de trece lunas. Presidiría las ceremonias, realizaría sus sacrificios y cada vez que una luna vieja y cansada muriera en el cielo volvería al fondo del templo a cumplir con sus obligaciones maritales, para asegurarse de que la luna regresaría. Pero al dios no le importaba esperar; era viejo como el mundo y tenía infinita paciencia.
No recordaba cuántas muchachas le habían abrazado, como tampoco recordaba cuántos sacerdotes le habían cuidado ni cuántos fieles adorado. Bien poco para él significaban para él los mortales con su vida efímera si no como inmutable conjunto. Él sólo necesitaba cobijo, comida y mujeres, y, a cambio, les daba una razón para temer y ser valientes, para matar y morir, ¡para vivir! ¿Qué más necesitaban?
Por fin entró la chica, ya su mujer, y se abrazó al dios o la estatua o a la estatua que se creía dios o al dios que en el fondo sabía que era una estatua, rodeando con los brazos sus perfectas proporciones humanas y bestiales. Se frotó con su cuerpo ensangrentado, besó su boca aún con restos de corazón y pugnó por introducirse el enorme falo hasta por fin lograr romperse el virgo.

30/1/10

El maestro chuletista

En una torre que se hundía en el cielo el maestro chuletista1 trabajaba. Llevaba a cabo su obra más ambiciosa; usando un monóculo de relojero con el que miraba a través de una potente lupa fija de cristal de Ithak, manejaba, mediante pinzas, unos diminutos cincel y martillo con los que manipulaba un grano de arroz. Y escribía: «…Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro…».
Con indescriptible precisión labraba aquel cereal mientras meditaba en su oficio. En otros mundos bien pudiera haber sido considerado un ayudante de tramposos o un tramposo en sí mismo; persona despreciable, vil y mentirosa. En su mundo la chuleta era un género superior, destinado a condensar y ordenar todo el conocimiento por parte de los maestros chuletistas; grandes artesanos, directores del gremio y sabedores prácticamente de cualquier cosa. Y esto no es raro, pues de todos es sabido que lo que se puede decir en veinte palabras resulta más efectivo en cinco; que lo bueno, si breve, dos veces bueno y más en la palma de la mano.
Pero mientras llegaba al pasaje «...que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos…» tuvo una pequeña inquietud. Al principio no fue más que una leve molestia, algo que no recordaba, pero que tenía en la punta de la lengua distrayéndole momentáneamente de su labor. Pero fue creciendo y la molestia se convirtió en malestar y el malestar en ansiedad. Y cuando se tuvo que corregir por tercera vez en su labor supo que esa falta no le dejaría concentrarse: no podía recordar su nombre.
Dejó las herramientas, pero no el monóculo —nunca lo hacía— y se levantó de su mesa de trabajo. Estaba en su despacho —que también era, prácticamente, su dormitorio—, empapelado de minúsculos cajones y estanterías donde guardaba todos sus recuerdos en diminutos papelitos por si alguna vez se le olvidaban. Los registró todos, uno por uno y encontró las más diversas cosas; el nombre de su madre, su primer amor, lo que cenó hace dos años y cinco semanas… Pero el único rastro que halló de aquel papel donde un día apuntó su nombre fue un espacio vacío.
Salió apresuradamente de su despacho, abandonándolo en completo desorden. Bajó por las escaleras, pues él trabajaba en la cúspide de la torre, y llegó al propiamente dicho taller; varios pisos llenos de estanterías y mesas de trabajo ocupadas por sus aprendices y ayudantes. Las normas del gremio decían que sólo podía tener un número limitado de estos y aquellos, pero nada decían de los primates de toda condición que el maestro había entrenado para manejar minúsculas máquinas de escribir en sustitución de ayudantes humanos. Los aprendices, por desgracia, necesitaban algo más de humanidad, que no de sesera.
La enorme biblioteca de chuletas que el maestro guardaba y había sido fundada antes del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro del maestro de su maestro no era en ese preciso momento, aunque siempre lo había sido, motivo de orgullo. El maestro actual no podía pensar en la vastedad del conocimiento allí almacenado ni en sus futuras o pasadas repercusiones; sólo podía pensar en el lugar en el que podría estar su nombre, perdido entre tantos datos… ¿Cómo había podido olvidar su nombre? No lo sabía, pero le provocaba una sensación horrible que le comprimía el estómago, ¿cómo se llamaría? ¿Tendría alguien su nombre? ¿Con qué fines podría usarlo? ¿Tenía de verdad nombre?
Sin dudarlo más, se lanzó hacia las estanterías y cajoncitos no mayores de tres dedos. Buscó y rebuscó sin parar, dando con todo tipo de cosas inservibles: «Eugene Pintard Bicknell nació el 23 de septiembre de 1859» decía uno, «el Fender Telecaster Bass fue lanzado por Fender en el 68» decía otro, «Confolent-Port-Dieu es una comuna del departamento de Corrèze», «”El color de la magia” es la primera novela publicada del “Mundodisco”», «un gavión es un contenedor de piedras retenidas con malla y alambre» y así muchísimos más…
La desesperación cundía en el interior del atónito maestro ante su, de momento, infructuosa búsqueda que, de seguir así, podría alargarse por siglos, revisando chuletas, chuletas y chuletas. Pero, aunque parecía improbable, una vez calmado, el maestro empezó a ver pautas entre los datos azarosos… Pautas inexplicables e intangibles, pero que veía en algún nombre, alguna fecha, alguna preposición y que inconscientemente le conducían a la siguiente sin poder explicar cómo; como si alguien le hubiese dejado pistas que sólo él podía ver. Y sin quererlo se halló donde nunca hubiera querido en pos de su propio nombre.
Había bajado por debajo de la planta baja de la torre donde su más capacitado aprendiz atendía a los clientes que compraban pequeñas dosis de sabiduría a precio módico. Estaba en los sótanos, una zona oscura e inexplorada incluso para él, donde se guardaban y ocultaban chuletas de tiempos lejanos para evitar que cayeran en malas manos o, peor aún, malos ojos.
El maestro empezó a deambular sin rumbo por los pasillos que sólo su lámpara de aceite conseguía iluminar, preguntándose si podía fiarse de aquellas intuiciones y, de ser así, de qué manera había llegado la chuleta con su nombre a tales rincones. ¿Y qué lo guió por aquellos pasillos húmedos, llenos de irregulares nichos para contener los secretos del gremio, en los que, al cabo de un rato de vagar, oyó un susurro? Sólo un susurro, pero fue creciendo. Creciendo hasta convertirse en un sonido fácilmente perceptible y luego en una risa estridente y cargada de locura.
Una risa que procedía de la puerta metálica de una celda en las entrañas de la torre. La puerta que el maestro franqueó, sin demasiado esfuerzo pues no estaba cerrada, para encontrarse con un anciano que inclinaba su castigado lomo sobre una mesa de trabajo y escribía una chuleta. Igual que hasta hace un momento lo había estado haciendo el maestro en la cima de la torre.
Al principio el maestro no lo reconoció, pues desconocía la existencia de la celda y su huésped. Pero pronto el estudio realizado como aprendiz y los retratos del comedor del gremio le golpearon de lleno: era el maestro del maestro de su maestro, el chuletista legendario, que ahora mismo no trabajaba sino que se reía gritando «¡Ha venido! ¡Ha venido!» y sin apartar la vista de la chuleta que había estado escribiendo en un trozo de madera hasta poco después de que entrara su actual homónimo.
A pesar de lo sorprendente de su presencia y su comportamiento, el más reciente maestro ignoró a su predecesor, seguramente ya senil, y se interesó más por el trabajo que había tenido entre manos. Sobre la mesa vio muchas chuletas, incluso la de su nombre, a la que no prestó más atención que la de guardársela en el bolsillo, y a las demás ni eso. A ninguna más prestó atención ante el terrible mensaje tallado en aquella madera.
Describía este mismo relato, pero más resumido y en el código propio de los chuletistas; hablaba de lo que había estado haciendo en el despacho, de su búsqueda en el taller a través de las intuiciones e incluso de su descenso a los sótanos, concluyendo con su llegada a la celda.
El maestro no pudo creerlo. ¿Acaso aquel viejo había predicho el futuro? No sería extremadamente raro, usando las fórmulas adecuadas, incluso él era capaz de lograr predicciones veladas y su maestro hasta lograba relatos claros. Después de todo ni el futuro ni el pasado existen, son masas informes a las que se da forma por el hecho o el relato, divisiones que el hombre inconsciente realiza para explicar el tiempo; y lo mismo que un chuletista podía escribir sobre el pasado podía escribir, más o menos, sobre el futuro. Pero, por lo que él sabía, tanta extensión y exactitud era imposible para un futuro siempre cambiante. Entonces, ¿qué había hecho aquel viejo durante años, encerrado sin su conocimiento en las más profundas criptas sobre aquel banco de trabajo, para conseguir tal resultado?
Y casi por casualidad llegó a una terrible conclusión. Él y sus antecesores, en muchas ocasiones, manipulaban la historia o las descripciones científicas en pequeña medida. Mentiras que, al ser aceptadas por el común de la humanidad —miles de millones de mentes—, se volvían verdad por la capacidad que tienen tantas razones unidas de cambiar la realidad y, sobre todo, el pasado por ser algo tan variable como el futuro. Pero aquel viejo había dado un paso más: no se había limitado a cambiar el mundo discretamente con la fuerza de millones de mentes ingeniosamente dirigidas, lo había domado como un jinete a un caballo salvaje y, escribiendo aquella chuleta imbuida de fórmulas indescriptibles y de su propia fuerza de voluntad, había conseguido, imponiendo su realidad a la plenamente aceptada, hacer desaparecer la chuleta de su nombre y dirigirlo hasta su madriguera con un propósito incierto.
Ante esto el maestro chuletista hizo lo único que le pareció correcto: salió de la habitación, cerró la puerta con su llave maestra y más tarde ordenó tapiarla para que nunca nadie encontrase al anciano y su secreto. Un secreto que seguramente destruiría el mundo. Y, ¿quién sabe? Quizá el maestro de maestros no inventó esa inconcebible técnica y hace miles de años uno de los maestros chuletistas cuyo nombre se ha perdido en la historia narró que el maestro protagonista reaccionaría así. Quizá narró que este relato sería escrito. Quizá, sólo quizá, incluso narró que alguien terminaría de leerlo en este mismo momento.

1No se trata de un hombre bien entrenado en la preparación de derivados de la carne sino en la fabricación de las popularmente conocidas “chuletas”, anotaciones de cualquier tipo usadas para amañar exámenes o pruebas.

27/1/10

La flor azul


Kervyl, su nombre era Kervyl, como él mismo llevaba tantos años recordándose. Era el nombre que siempre daba, por el que lo conocían los miembros de su guardia mercenaria y el único que merecía hasta que por fin lograra reclamar sus trofeos.
El burdel era un edificio recio y tan macizo como ricamente decorada era su fachada. Dedicó el tiempo que le llevó llegar hasta la entrada a observar las tallas que anunciaban la mercancía y servicios de la casa mientras su mente se dedicaba, por otra parte, a la tarea de divagar sobre los asuntos que le obligaban a cruzar aquellas puertas. Si alguien le preguntaba sólo diría que deseaba prodigar adecuada diversión a sus hombres y a él, pero Kervyl, pues se llamaba Kervyl, conocía la verdad, no oscura, ya que para él, más que negra, era una verdad azul y roja.
El interior no era demasiado distinto en términos generales a otras muchas casas de citas; un atmósfera enrarecida por el humo del incienso de sueños en la que los clientes, borrachos y casi extasiados, empezaban a recibir las atenciones de la chica de su elección antes de alquilar una de las habitaciones privadas y más íntimas.
Sus hombres, militares hasta la médula, no tardaron en escoger entre las muchas que intentaban, con sus encantos, atraerlos o más bien al oro que pudieran llevar. Kervyl, ya que ése era su nombre, fue más calmado; él no buscaba cualquiera ramera para olvidar las penurias del camino, no. Él buscaba a una en concreto.
Y la encontró. No fue difícil; era una chica alta y atractiva con poco pecho y un rostro cuyos ojos parecían atraer la atención como dos enormes desagües pueden atraer el agua de lluvia y, de hecho, ése parecía el caso pues eran de un azul profundo, casi intimidante, igual que el cabello que parecía querer imitar a una cascada que caía hasta las rodillas de la muchacha.
Cuando la vio estaba agasajando a un gordo cubierto de seda y de orejas enjoyadas. Cuando Kervyl, como le llamaban, se acercó con su capitán y sumó a esto la visión del acero hizo que el hombre que sólo portaba oro y plata captara la idea y decidiera que, al fin y al cabo, podría encontrar una chica mejor. Intercambiaron entre sonrisas forzadas la posición de erguido y sentado ocupando Kervyl, pues ése era su nombre, el lugar junto a la chica la cual, si vio algo malo en el cambio, no lo hizo notar.
—Buenas noches, maese —dijo con una voz que parecía fluir espesa como la brea—. Veo que estáis especialmente interesado en mí.
Movió la cabeza de forma que el azul de su pelo recordó por un momento al mar en tormenta.
—Tal vez sí —respondió él—, o tal vez no.
—No juguéis conmigo —rio ella—, los dos sabemos qué habéis venid a buscar.
Se agachó un poco sobre la mesa para ofrecer una mejor vista de sus pechos. Kervyl, ése era su nombre, se permitió una pequeña carcajada para sí mismo, divertido por la ironía de aquellas palabras.
—Sí —concedió al fin—, ambos lo sabemos. Lo que no sé aún es tu nombre.
—Para vos puedo tener el nombre que más os agrade —replicó ella con una sonrisa felina—. Incluso podéis insultarme cuanto gustéis.
—Sólo quiero el nombre que te dieron tus padres.
—Yhana —claudicó—, ése es mi nombre.
Una sensación cálida empezó a presionar el vientre de Kenvyl ante la proximidad de la victoria. Sin duda era ella, lo sentía en las entrañas.
No pudo resistir más; se la llevó rápidamente a una de las habitaciones para tomarla. Ebrio de incienso y lujuria apenas se dio cuenta de cómo se desnudaban y más tarde sólo recordaría el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel, la redondez de sus pechos entre sus manos y labios y el calor de su vientre que hendió una vez y otra y otra hasta sentir cómo un torrente recorría su cuerpo y quedar dormido.
Yhana soñó aquella noche, soñó los ya familiares sueños de fuego y sangre que parecían haber absorbido y devorado sin clemencia a la mayoría de los recuerdos anteriores de su infancia; recordaba lejanamente quién había sido, pero no deseaba hacerlo.
Ahora era sólo Yhana, la servil prostituta, la señora oculta que gobernaba con el cetro de los deseos ingobernables.
Despertó. Al principio despertaba gritando sudorosa, pero los sueños rutinarios y los clientes la habían endurecido lo suficiente como para superponerse y ahora el sueño no era más que un deber molesto.
Esa mañana fue diferente. Fue al despertar y no en el reino de las ilusiones somnolientas cuando todos los recuerdos la golpearon con la fuerza de una tromba de agua que conseguía escapar del yugo de su presa.
El sobresalto la hizo saltar en la cama y tardó unos minutos en dar crédito a sus ojos. En la almohada, en el lugar que normalmente debería haber ocupado la cabeza del cliente o, al menos, la propina por sus servicios sólo había una flor. Pero de ningún modo una flor corriente; había sido secada y aplastada y el brillante oro de sus estambres contrastaba extrañamente bello con los delicados pétalos de un azul profundo y puro, sin contaminarse por la mezcla con ningún otro color.
Yhana sabía su significado o, al menos, creía saberlo. Terminó de aclararse las ideas y saltó de la cama sin atreverse a tocar la flor que parecía inspirarle el mismo miedo repulsivo que un cadáver.
Tomó la cama por la parte inferior y la movió lo suficiente para que sus ojos encontraran la tabla del suelo provista de un pequeño agujero, el mismo agujero por el que introdujo el delicado meñique para separar la tabla de sus hermanas y alcanzar el hueco del interior.
Recogió con delicadeza la caja labrada que escondía el compartimento, junto a un cuchillo que dejó en el fondo; la abrió con delicadeza y de su interior extrajo, con manos temblorosas, el peor de los presagios. Entre los blancos y finos dedos sostuvo otra flor idéntica a la que ahora reposaba sobre la cama «¿Cómo es posible?», se preguntaba, «Se quemaron todas. Yo lo vi. Yo…». Una repentina voz rompió sus apresurados pensamientos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo la voz—. Dos cadáveres de un lanzazo.
Yhana actuó por acto reflejo; cerró la caja, se puso en pie apretándola contra su pecho y volvió la cara para ver a Kervyl, o así había dicho que se llamaba, apoyado contra el marco de la puerta.
—¿Q-Qué quieres? —titubeó ella con voz entrecortada—. ¿Es tuya esa flor?
El hombre, ya entrado en su cuarta década, le regaló una sonrisa despiadada antes de responderle con voz calmada.
—Sólo quiero completar mi colección y las piezas que me faltan sois tú y esa caja. En cuanto a la flor; sí, huelga decir que es mía.
—¿Colección? —El tono de voz de Yhana crecía reflejando su desasosiego—. ¡¿Qué quieres decir?! ¡¿Qué quieres de mí?!
La sonrisa de aquel hombre no hizo sino acentuarse ante aquella reacción.
—Lo sabes bien o al menos te lo imaginas. Me ha llevado siete años dar contigo, pero la cosa se simplificó cuando di con el viejo capitán que te sacó aquel día de Kadra —Enseñó los dientes en una mueca que intentaba imitar la sonrisa ensangrentada de algún demonio—. Tuve que tirarle de la lengua para que hablara, literalmente, con unas pinzas al rojo.
Yhana sintió una punzada en el corazón; el capitán había sido un hombre leal y valiente arriesgando su vida para salvarla de la masacre.
—Y, en cuanto al comerciante con el que te dejó —continuó él—, bastó el brillo del oro para convencerle de confesar que tras tenerte a su cuidado un par de años decidió venderte a este sitio al comprender que ya no le serías útil.
No sintió lo mismo por aquel gordo que por el capitán; lo único que había mantenido seguro su virgo de las pederastas intenciones de aquel hombre había sido el pensamiento de que querrían recuperarla doncella y aún cuando vio que el único provecho que le podría sacar sería vendiéndola hubo de resistirse una vez más; por una virgen pagaban el doble.
—Así que aquí estamos —prosiguió Kervyl—, siete años después de que el reino de Kadra fuera consumido por las llamas estoy frente a la última miembro de la casa Xel Kadros y legítima heredera de un trozo de roca chamuscada. Al menos —extrajo su espada de la vaina— vale la vida de una ramera.
Yhana dio un paso atrás.
—T-Tienes razón, sólo es un montón de tierra baldía y yo sólo soy una puta, ¿por qué quieres matarme?
La sonrisa seguía pendida de aquel rostro perverso cuando respondió.
—Claro que no eres peligrosa, princesita. Esto es sólo personal. Me faltan dos trofeos, las cabezas de todos los Xel Kadros deben colgar en las costas de la isla o no podré volver a dormir tranquilo, espero que lo entiendas.
El brillo de terror que alumbraba los ojos de zafiro de Yhana tomó más fuerza ante la imagen.
—Porque yo fui quien los mató a todos —Se acercaba a pasos pausados, espada en mano, mientras hablaba—. Aquella noche yo abría las puertas de la fortaleza; yo mismo decapité a tus hermanos, primos, tíos y abuelos; yo vi cómo violaban a tus parientas; yo fui quién lanzó la antorcha que incendió su templo, su fortaleza y el jardín… Su amado jardín azul, de flores del mismo color que sus ojos traidores…
La sonrisa había dejado lugar a una mueca de ira.
—¿Por qué? —consiguió susurrar la chica con el hilo de voz que el shock le había dejado—. ¿Cómo pudiste? ¡¿Quién eres tú?!
—¡¿”¿Por qué?”?! ¡¿”¿Por qué?”?! Yo era el hijo de un rey aliado de Kadra… Nuestro reino se venía abajo y necesitábamos sanear las arcas… Tuve que casarme con la reina de Kadra para que su dote salvase a mi pueblo… Renuncié al nombre de mi familia y me hice llamar Xel Kadros, Rangor Xel Kadros, y durante quince años no fui un marido… Fui un bufón, ¡para ella y toda su maldita corte!
La oscura comprensión que le acarrearon aquellas palabras, que, estaba segura, nunca deseó escuchar; hicieron que tuviera que llevarse la mano a la boca para evitar vomitar por las náuseas mientras con la otra abrazaba la caja con más fuerza, era lo único que no le daba vueltas. Sabía quién era y lo que había hecho.
—Vamos, hijita —dijo ahora Rangor, pues ése sí era su verdadero nombre, ahora acercándose más rápidamente al fruto de su desgraciado matrimonio—, ven con tu papá y dale esa cajita.
Yhana empezó a recular, pero acabó topándose con la pared, lo que hizo que su padre, creyéndola acorralada, se lanzara sobre ella.
Logró esquivar el golpe homicida de la espada lanzándose a su izquierda sobre la cama, pero la caja se resbaló de su brazo cayendo al suelo, abriéndose y dejando escapar rodando su contenido.
Al verlo, Rangor soltó una carcajada cargada de una clara locura.
—Hola, Kesha, cuánto tiempo…
La cabeza embalsamada de su esposa y madre de sus hijos le observaba con ojos muertos y cerrados desde el suelo con una expresión mucho más serena que la de él.
—Te conservas bien, hicieron un buen trabajo contigo.
Volvió a reír con fuerza por su propia ocurrencia.
Yhana observaba desde la cama la improvisada y atípica reunión familiar sin saber qué hacer.
—No te preocupes —tranquilizó Rangor a la cabeza—, pronto te reunirás con tu familia y ni siquiera tendrás que despedirte de tu hijita. Ten sólo un poco de paciencia, es lo bueno de morir, te cancelan todos los compromisos.
Fueron las últimas palabras que pronunció ates de escupir sangre y caer muerto. Un pequeño puñal sobresalía de su nuca.
Yhana, con las manos ensangrentadas, guardó la cabeza de su madre en la caja y huyó por la ventana dejando allí a su padre y las dos flores de las cuales ahora una era roja.

24/1/10

Reseña del Comoedicón

Sin duda el libro más terrible y asesino de cuántos escribió, editó o leyó alguna vez el ser humano, superando a otros escritos terribles como el Necronomicón o De Vermiis Mysteriis. Cuentan los que han tenido contacto con él que contiene un conocimiento tan terrible que su sola lectura conlleva una muerte terrible. Un libro nefastamente famoso por su contenido: chistes tan divertidos que hacen enloquecer de risa a quien sólo los ojee.
Escrito en su día por el chino loco 诗长瓶 en el año 211 d.C. que decía haber registrado todos los archivos cómicos de Asia y haberse encerrado durante años en un monasterio con el fin de diseñar chistes tan perfectos y graciosos que pudieran destruir la voluntad humana. Después de haber contado uno en el monasterio todos los monjes, hombres de voluntad inquebrantable que habían hecho voto de silencio, irrumpieron en atronadoras carcajadas y se mataron unos a otros a golpes en la espalda. 诗长瓶 fue ejecutado y su libro, originalmente llamado 笑话重, fue puesto bajo llave.
Mil años más tarde Kublai Khan no encontró mejor forma de librarse del único texto que dárselo a Marco Polo que lo trajo a Europa donde él mismo lo tradujo al latín en sus últimos años sin poder parar de reír. Después de que varios estudiosos se cayeran por un acantilado mientras leían la traducción el papa prohibió el libro en 1313 y quemó casi todos los ejemplares excepto un par que escaparon a zonas de Francia, España e Inglaterra.
Actualmente, debido a su contenido, es un ejemplar raro propio de coleccionistas y bibliófilos. Se pueden encontrar un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Madrid, el Museo Británico de Historia Natural, la Universidad de Santiago de Chile o la de Johannesburgo. Aunque su lectura sólo está permitida a estudiosos que ya vienen locos de su casa.
Sí, es un maldito libro de chistes. O un libro de chistes maldito. Según vea cada uno.
Por si no pilláis de qué va esto mirad.

Ñy ñp ñy

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Para nuestros lectores de más allá de las estrellas.

20/1/10

El ingenio y la carta

Junto a un curioso artefacto recibí esta misiva, destinada a nadie en particular de manos de su antiguo propietario:
¡Qué desventura aguardaba en aquél nefasto presente que me hizo mi antiguo maestro y amigo, catedrático de una universidad de nombre sin importancia aquí!
En un primer momento me pareció una baratija, una vagaleta que sólo llegaba al status de una curiosidad histórica y artística imposible, al menos para mí y el profesor, de datar o encuadrar.
Lo acepté con más educación que emoción, considerándola otra de las muchas extravagancias que acudían a él desde hacía unos años y que achacábamos, en parte, a su edad.
Dejé caer el artilugio en uno de mis numerosos cajones y en el olvido, a pesar de lo intensa y preocupadamente que mi amigo me previno sobre él y sobre negras profecías, de las que no me di por aludido.
Y allí permaneció un tiempo que no alcanzo a recordar, hasta el acaecimiento de la desgracia de la que fui advertido y a la que presté oídos sordos.
Enterado de la repentina y antinatural muerte del ya anciano, aunque no tanto, catedrático recuperé con presteza mi presencia de ánimo y su siniestro regalo de entre mis cajones y procedía a analizarlos por cualesquiera métodos que alcanzase.
El examen formal directo poco me reveló: su funcionamiento era errático y aparentemente desconcertante aunque, tras no poco tiempo de observación, alcancé a entre ver una oculta repetición o cadencia... O quizá sólo me estuviera engañando. Sus tallas y adornos son indescriptibles, imposibles de mirar demasiado tiempo sin tener la sensación de que se mueven con vida propia. La ciencia no me reveló cuáles eran sus materiales ni su mecanismo ni cómo alcanzaba a hacer aquel insólito juego de luces.
La historia, no obstante, fue más amable conmigo. Recorrí bibliotecas, librerías y museos de cualquier lugar al que me condujeran mis escasas pesquisas... Y lo que encontré no debería ser contado... No obstante creo que es mi deber prevenir a quienquiera que lea esto por lo que, en contra de mi natural exactitud, lo haré omitiendo los detalles más terribles y suavizando la narración, que no alargará en exceso:
La primera noticia que se tiene (o al menos yo tengo de él se encuentra en la Viena del siglo XVI de mano de un cronista turco anónimo que cuenta cómo el artefacto fue hallado en el sitio de Solimán el Magnífico. El cronista narraba que el soldado artífice del hallazgo sufrió una muerte no muy distinta a la de mi amigo y que ahora que él lo tenía entre sus manos temía por la suya, pues, al parecer, ya conocía la existencia del objeto y su nefasta maldición.
Se le pierde ahí momentáneamente para reaparecer esporádicamente en la guerra de los 30 años así como en zonas de la Polonia de finales del XVII. Tras lo que fue la perdición de cuatro generaciones de lores ingleses y probablemente causó, aunque indirectamente, la caída de Napoleón y el asesinato de Lincoln y sólo Dios misericordioso, cuya fe en él he renovado, puede saber cuántas atrocidades más, urdidas por una siniestra programación mecánica que, si no fuera imposible, podría confundirse con la inteligencia.
Ahora nadie puede ayudarme... Mi negro destino y mi juicio ante el Hacedor son inminentes. Pero estoy en paz habiendo dejado éste, mi testame
Y la carta acaba ahí, cortada de súbito, tal y como la encontré sobre la mesa de su autor, que aún sostenía en la diestra la pluma con la que alcanzó a trazar una ene a medias. Y en su bolsillo hice el hallazgo del terrible ingenio y sé que pronto mi destino será el mismo que el suyo y el de todos aquellos que nombró...
He visto el rostro de mi segador y es exacto como un reloj.