28/10/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 1

Antes de entrar en materia sirva esto de introducción:
Soy fan o como mínimo escucho con asiduidad el trabajo de Nobuo Uematsu y sus compinches de The Black Mages, por lo que a nadie ha de extrañarle que «Darkness and starlight» (parte 1, parte 2) sea una de mis canciones favoritas del citado grupo.
¿Qué tiene todo esto que ver? Después de dos años escuchándola recientemente decidí buscar una traducción (las canciones de este tema en concreto están en japonés) y la historia que contaban sinceramente me defraudó por su extrema simplicidad: véase a lo que me refiero.
Así que en lugar de quedarme en casa (en realidad esto sí) quejándome en foros y lanzando bilis (esto ya no) decidí tomar cartas en el asunto y hacer algo nuevo: adpté la historia de la canción y escribí un relato más bien cortillo y
steampunk (más punk que steam, la verdad), que es lo que ahora publico.
Su título es «Tenebrae Luxque Stellarum», como el original, pero en latín, y está dividido en cuatro partes, como el original. Partes que iré posteando de una en una según me salga de las mindongas.
Al ser una adaptación es en parte mi visión del original y mi propio añadido, con lo que no esperéis fidelidad absoluta como si del Evangelio se tratara. Y si no os gusta, el blog es mío y me lo follo cuando quiero, no vengáis con lloriqueos ni críticas airadas.
Pues sin más preámbulos os dejo a solas con la criatura:

Prima pars: Pungnantes in nebula
Seguramente ya estaba oscuro y las amables estrellas derramaban su luz sobre el mundo. Draco no podía saberlo. En lo más profundo de la Niebla no hay noche ni día, sólo muerte.
Resulta impensable que tantas naciones enviaran a tantos hombres a morir por cada palmo de una tierra en la que no se podía sobrevivir sin máscara... Y en la que aún así la sobre exposición a los malignos efluvios siempre dejaba marca. Para muchos la muerte se planteaba como una mejor alternativa.
Draco dirigió una mirada firme a sus camaradas más próximos. Los reconocía a todos a pesar de que ocultaran su boca y nariz con las mascarillas mecánicas que separaban la Niebla del escaso aire respirable. Afilaban sus espadas, ajustaban sus máscaras y cargaban sus carabinas. Todos callaban para que pudiera oírse el repiqueteo del radio-telégrafo con el que el capitán de la compañía intentaba ponerse en contacto con el Cuartel General. La mayoría, además, usaban gafas de gruesos cristales y pañuelos o capuchas con los que proteger los sensibles ojos y, en definitiva, la mayor porción de piel que pudieran del nocivo efecto de la Niebla.
Pero se trata de un rival incansable que cubre casi todo el interior de los continentes y que, si no te abrasa los pulmones en el mismo momento en el que entras gracias a las mascaras, te va matando poco a poco filtrándose en tu piel. La mayoría de los soldados desarrollaban horrendas pústulas a los pocos meses, muchos acababan perdiendo totalmente el pelo. En el caso de Draco su otrora oscuro pelo de corte militar se había transformado en una maraña cana y frágil; junto con los estragos de su piel, aparentaba no menos de cuarenta años cuando apenas acababa de pasar el primer lustro de la veintena.
La Guerra de la Niebla, como ya la llamaban, empezó hace ocho años, pero ya no queda ningún soldado en activo que la viese empezar. Los veteranos que no morían o eran licenciados por el efecto de la Niebla solían tener una muerte más prosaica cuando sus ojos estaban tan afectados que no servían para el combate.
Todo esto contribuía a que en los campos de batalla se vieran cada vez soldados más jóvenes, ése era el caso de Draco. Su sangre noble, aunque de baja casa, su disposición al combate, inteligencia y la fama que se había granjeado en apenas dos años de servicio le habían catapultado de una forma que nadie hubiera esperado al rango de alférez. Ahora era la mano derecha del capitán, el segundo al mando de una compañía de trescientos hombres —aunque, por cierto, en aquel momento apenas llegaría a los doscientos. Su trabajo más representativo era sostener el estandarte de la compañía. No se trataba de algo banal; si el estandarte caía, toda la moral se venía abajo y la compañía perdía.
Y en ese momento la moral era lo único que podía mantenerlos vivos. Tras una escaramuza que no había salido como se había planeado en el Cuartel General, por decirlo de forma amable, un tercio de su compañía había sido masacrado y se encontraban perdidos en mitad de la Niebla, seguramente rodeados por el enemigo. Era muy fácil, de hecho, perderse en la Niebla por el simple hecho de que hasta hacía unos veinte años nadie había podido internarse en ella, mucho menos cartografiarla, por lo que la compañía siempre debía llevar consigo expertos que, más que deducir, intuían su posición. Esta intuición poco ayudaba al capitán que casi rogaba apoyo aéreo en la zona para poder salir de allí mientras el radio-telegrafista lo retransmitía todo con su endiablado clic-clic-clac. Las respuestas eran casi inmediatas y siempre negativas.
Al final el capitán se rindió y mandó descansar al telegrafista. Dirigió una mirada entristecida a Draco que se clavó en el corazón de éste. Todo lo que había oído en boca del técnico no había sido tan desalentador como ver la mirada de aquel hombre. Era un veterano de las guerras de ultramar y un héroe, había sido herido en el brazo derecho salvando a varios hombres de su compañía hacía años. No había perdido la extremidad, pero necesitaba de un ingenio mecánico que le llegaba del hombro a la muñeca para poder moverlo con normalidad. Debería estar en su casa, licenciado y disfrutando de su vejez, en lugar de tragando Niebla y esquivando balas en parajes inhóspitos; pero, cuando comenzó la Guerra de la Niebla, le ofrecieron unirse a filas de forma voluntaria porque necesitaban oficiales con experiencia y un hombre como era el capitán jamás hubiera podido rechazar la llamada del deber.
—Draco, hijo, —le llamó. Su voz sonaba metálica y fría a través de la mascarilla. Casi tanto como las válvulas que cubrían los dedos de la mano que puso en su hombro—, ya lo has oído todo—tosió—. Reúne a los hombres y háblales tú, yo estoy cansado. Intenta darles esperanza.
—Sí, señor —respondió Draco. Su voz se tornó en un reflejo de la amargura que destilaban los ojos del capitán. Se volvió a los músicos de la compañía—. Tocad la señal de reunión.
A medida que se repetía la señal de percusión que llamaba a los soldados éstos fueron abandonando las tiendas del improvisado campamento y se acercaron a la enseña de la compañía para oír lo que se hubiera de decir. Bajo la tela de tonos rojos estaban el capitán, el comandante y Draco. Cuando todos estuvieron presentes, aquél dio un paso al frente, estandarte en mano y comenzó a hablar:
—El capitán ha hablado con el Cuartel. No va a haber ayuda, ningún acorazado va a sacarnos de aquí. ¿Sabéis lo que eso significa?
—¡Que estamos fritos! —gritó una voz anónima entre la soldadesca.
—¡No! —respondió Draco, alzando la voz de forma que todos se pusieron un poco más firmes, a pesar de verse mitigada por la mascarilla—. Significa que ahora mismo sólo hay dos cosas que nos van a hacer sobrevivir. La primera es nuestro valor y la fuerza de los hombres de la XI compañía.
Al decir esto se oyó un estruendo de vítores y soldados golpeando con sus armas las armaduras que portaban, poco más que un peto de una aleación muy ligera.
—Y la otra es su mala puntería.
Algunos prorrumpieron en risas, otros se golpearon más fuerte y la mayoría ambas cosas.
—Ahora avanzaremos y les demostraremos a esos cerdos de qué estamos hechos. Seguid el estandarte. ¡Por Ocentia, por el rey Davos, por la princesa Maria!
—¡Por Ocentia, por el rey Davos, por la princesa Maria! —repitieron doscientas voces al unísono.
Cuatrocientos pies se pusieron en camino a espaldas de Draco, que sostenía en una mano la enseña y en la siniestra su sable. El estruendo de la marcha acompasada se acompañaba con el ritmo que marcaban los tambores y los retortijones metálicos y bufidos de los trajes de combate de vapor. Era la sinfonía de aquellos que se encuentran entre la espada y la pared y aún así empujan la espada con el pecho.
Pero en los pensamientos de Draco no estaban las batallas ni el valor y fuerza de sus hombres. Sólo había una cosa y esto era lo que pensaba: «¿has oído, Maria? Todo esto es por ti. Espérame aunque sea en el fin del mundo, llegaré a donde quiera que estés».

20/10/10

El sueño del jinete


El sol se alza herido
en estas tierras extrañas.
Cabalgamos sin descanso
entre las nieves eternas.
Duermo sobre mi caballo
sus bufidos son mi nana
y mis incómodos sueños
los velan mis camaradas.
Cierro los ojos un momento
y sólo veo tu cara.
Cabalgamos y paramos
sólo para la batalla;
nos combaten con sus arcos
y sus flechas de obsidiana,
mas las nuestras son de acero
y de piedra nuestras almas.
Ya no recuerdo el sol del sur,
ni tampoco sus cañadas,
ni tan siquiera mi nombre,
sólo recuerdo tu cara.
Corro directo a la muerte,
somos jinetes fantasma,
no dejamos nada atrás
salvo la última batalla.
No tenemos rumbo alguno,

pero seguimos un mapa:
su humo nos guía al combate.
Atacamos siempre al alba,
arrasamos sus aldeas,
carbonizamos sus casas,
y saqueamos sus templos.
No quedan viudas ni huérfanos,
perdonamos una vida
para que a narrarlo vaya.
Somos jinetes fantasma;
nuestra misión es amarga:
cabalgar para morir,
vivir para la batalla.
Acaso puedas oírme
en donde estés enterrada.
¿Es tan dulce como dicen
la muerte tan anhelada?
Ya me lo responderás,
ésta es mi última mañana;
todas mis heridas gritan
que sólo habrá otra batalla.
Mis ojos se van nublando,
no sostengo la mirada.
Si duermo no será el fin,
despertaré entre tus brazos.

16/10/10

La caracola

Poesía en prosa. Tang de culebra para el que pille el juego de vocales.
La belleza de la caracola no ha de hallarse en el penetrante sonido o el bello color. La belleza de la caracola se encuentra en la sensación al tocarla. pero las suaves curvas de aquella no se pueden mezclar con tal adjetivo por ser planas y yermas. Son suavs al ser imperfectas, llenas de pequeñas mellas en las que perder los dedos. ¿No comparte tal vez tu piel el tacto de la caracola? Esa tez imperfectamente hermosa tan alejada de las caricias de mis manos. ¿Me dejas palparte?