8/11/10

Hoy el sabio estaba en el puente

Hoy el sabio estaba en el puente. Su cabeza era un pico nevado que algún titán invirtiera y llevaba ropas que había robado de algún arcoíris, pero sus manos no señalaban ninguna patria selenita, para confusión de necios, permanecían relajadas, reposantes, silentes como él mismo. No eran suyas las ilusiones del mago o el discurso solemne del papa. Solo miraba, esperando a quien no mirase su mirada, sino lo que miraba. Y no miraba a lejanos mundos celestes ni vagaba perdido en Arcadia, miraba el mundo de los hombres. Y lo veía hecho de imparables arterias de acero, de brazos ferruginosos que ansiaban abrazar las nubes, del incesante latido mecánico de mil voces motorizadas. Veía la gloria del hombre. Y yo, que la vi con él, me acerqué y lo saludé.

3/11/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 2

Ésta es la segunda parte. La historia empieza aquí.
Secunda pars: Regina in carcere caeli
El dirigible sobrevolaba la noche bajo un manto de estrellas. En el lujoso salón, los aristócratas bailaban un vals al son del cuarteto de cuerda. Y frente a los enormes ventanales que dejaban ver el exterior, Maria se sentía sola entre una multitud, podía ver hasta el horizonte, pero sabía que era una prisionera en una jaula de cristal.
Pensaba en su padre prisionero, en su reino sojuzgado, pero sobretodo pensaba en Draco. Se preguntaba dónde podría estar su amado, ¿acaso muerto? ¿Acaso había desertado y la había abandonado? Por supuesto nada de esto la consolaba y se sentía aún más profundamente sola.
Draco y ella se habían conocido desde niños, pues Draco se había criado en la corte y tenían la misma edad. Siempre habían soñado con casarse, pero con el tiempo el peso de la realidad impuso con toda crueldad el hecho de que Maria era una princesa y Draco el segundo hijo de una familia noble venida a menos por parte de madre mientras que su padre era un nuevo rico. María se casaría con quien más conviniese al reino y Draco con quien más conviniese a su familia, no podía ofrecer nada con lo que alcanzar una mano regia. Es por eso que cuando Draco consiguió permiso de su familia para alistarse en el ejército, no dudó en acudir a la Guerra de la Niebla con la esperanza de hacerse un nombre y conseguir fortuna. Puede que lo segundo no lo consiguiera, pero incluso a la corte llegaban rumores de sus hazañas y heroicidades.
Todo eso se había acabado. Draco había desaparecido en la Niebla y Ocentia se había rendido al invasor de Raenia. Sus hombres ocupaban Garou, la capital, y esta fiesta a la que se veía obligada a acudir, celebrada en un dirigible a miles de pasos sobre el país vencido, era para celebrar la victoria y su compromiso...
Un caza pasó rápidamente cerca de los ventanales ante los que Maria se encontraba, sobresaltándola. La poderosa Armada de los Cielos de Raenia había sido decisiva en la derrota de Ocentia; de no haber sido por ella, la superior infantería Ocentiana se hubiese impuesto. Maria recordó esto, lo que le trajo recuerdos de Draco que casi le hicieron derramar una lágrima; pero no podía permitirse llorar ante esa gente, parecer débil ante el enemigo que abarrotaba el salón.
Allí estaban muchos de los magnates de Raenia, entre ellos el mismísimo príncipe heredero Ralse, que ocuparía el cargo de cónsul de Garou mientras durase la ocupación. Por esto el dirigible, poco más que una nave de recreo, no podía permitirse viajar solo y menos en cielos aún tan inestables. Maria podía ver la sombra de una de las dos fragatas de guerra que lo flanqueaban, además de la veintena de pequeños cazas que patrullaban la zona. Y sin embargo esto no era más que otra ostentación de su poder militar, sobre todo para los habitantes de Garou que, si alzaban la cabeza, podían ver pasar las naves que volaban lo suficientemente bajo adrede.
Maria retorció su caro abanico de ébano rabiando por esta afrenta y deseando que fuese el cuello del príncipe Ralse.
—¿Me concedéis este baile, querida? —preguntó una voz conocida a sus espaldas.
Esto la sorprendió incluso más que el caza, abrió las manos repentinamente y el abanico se escurrió entre ellas, cayendo al suelo con un sonido sordo de madera.
—Señor, yo... —empezó a excusarse mientras se giraba.
—Siento haberos asustado —se adelantó él agachándose a recogerle el abanico.
Se trataba de un joven alto y apuesto, que vestía un elegante uniforme rojo Raeniano que contrastaba vivamente con us media melena dorada. Tendría un par de años más que Maria, en la que se clavaron sus ojos de aguamarina, interrogantes.
—Gracias —dijo al fin Maria al recuperar el habla y el abanico—. Y gracias de nuevo por vuestro ofrecimiento, pero esta noche no me apetece bailar —prosiguió con falsa amabilidad.
—Oh, Maria, ¿vais a hacerme esperar hasta nuestro banquete nupcial?
«Si de mí dependiera ni siquiera habría tal banquete», pensó Maria.
—Me temo que, como mínimo, tendréis que esperar otra noche, príncipe Ralse —volvió a disculparse ella.
—No me llaméis «príncipe Ralse», puede que sólo haga unas semanas que nos conocemos y en horribles circunstancias, pero estamos prometidos.
—¿Entonces cómo preferís que os llame? —preguntó Maria, fría. Sus ojos miraban en dirección a Ralse, pero no a él, era como si intentase ver a través de su cabeza.
—Podéis llamarme simplemente «Ralse», creo que «cariño» sería muy precipitado todavía.
María no rio el chiste y respondió con un simple y cortante «como queráis, Ralse». Pareció escupir más que decir la última palabra.
Durante unos momentos no dijeron nada más. Se colocaron ambos frente a los cristales para observar las estrellas. Maria pedía silenciosamente que se fuese.
—Son hermosas, ¿verdad? —preguntó al cabo Ralse.
—¿Os referís a vuestras naves? —respondió Maria sin demasiado interés, sólo por cortesía. Debía mostrarse cortés, por el momento.
—Oh, no —rio Ralse—. Me refiero a las estrellas. Hay quien dice que son el alma de héroes del pasado. Supersticiones del vulgo, claro.
Maria no respondió esta vez y al poco Ralse volvió a intentarlo:
—Escuchad, Maria —Su tono se había vuelto más serio—, no quiero ni pensar qué clase de sentimientos podéis albergar hacia mí, porque seguramente la mayoría os llevarían a un tribunal acusada de traición, pero debéis saber que sólo quiero lo mejor para nuestros reinos... y para ti.
Maria se giró para encararle.
—¿Por eso robáis lo que es de mi gente y tenéis a mi padre cautivo? —estalló, sin poder resistir tal hipocresía.
—Es una realidad desgraciada que la mano dura es a menudo la única forma de encauzar a quien está errado..., pero sabed que quien la aplica es mi padre, no yo. Yo sólo quiero la paz; nuestro matrimonio unirá nuestras naciones y juntos podremos traer la paz a este mundo en anarquía.
—¿Paz? —preguntó Maria, irónica—. ¿Qué paz puede traer esta farsa? Yo no os amo y vos no me amáis, sólo os alienta vuestra ambición.
—Habéis leído demasiadas historias románticas, pequeña Maria.
—Por favor —rogó Maria por un lado al borde del llanto y por otro a punto de estallar de ira y hacer algo que no debiera—, dejadme a solas, para que pueda contemplar las estrellas.
Se giró y dejó de mirar al príncipe para centrarse en el cielo. A Ralse le sentó como una bofetada.
—Como queráis.
Se alejó alicaído, derrotado y pensando en las palabras de Maria: «yo no os amo y vos a mí tampoco».
Maria también pensaba en las palabras de Ralse: «hay quien dice que son el alma de héroes del pasado». En ese momento pasó una estrella fugaz y la princesa cautiva susurró:
—¿Eras tú, Draco?