29/3/10

El hombre y el caballo

Muy lejos, donde nunca llegó el sol ni las miradas mortales, un hombre llora junto al mar y sostiene a su caballo. Sostiene a su caballo para que no salte, no corra, no huya buscando la otra orilla. El miedo consume al hombre, el mar le aterra; tan profundo, tan ancho, alargándose hasta copular con el cielo... Por eso el hombre llora y sostiene el caballo y sólo le deja correr lejos de la orilla; porque teme que el caballo le arrastre al fondo insondable si vuelve a oír tu voz. Tu voz. Tu voz que sin quererlo lo llama desde la otra orilla.

Espejos

¿Alguna vez te has preguntado si la persona que te mira al otro lado del espejo es real? “No”, dirás, “sólo es cosa de la luz”. Y tienes toda la razón del mundo. No existe nada más al otro lado del espejo… para ti.
Nathanæl acarició la pulida superficie de su espejo. Era de cuerpo completo y lo limpiaba entero cada día… dos veces. Le gustaba mirar su reflejo y sonreír a aquella persona que tanto se le parecía y le devolvía la sonrisa en aquella habitación que tanto se parecía a la suya.

Había amontonado toda clase de cosas en su cuarto: objetos de coleccionista, comida, basura, electrodomésticos… Todo lo que había podido encontrar en sus cada vez menos frecuentes salidas. Hasta que un día cerró la puerta y no había vuelto a abrirla, al menos, la de clara madera cubierta de elegantes vetas más oscuras que se cerraba con un bonito pomo de un color broncíneo trabajado con una forma esférica tan perfecta que le había mantenido absorto durante algunos días en un tiempo del que parecía separarlo una eternidad. Había cerrado aquella puerta, pero no el espejo.

Cuanto menos salía por la puerta de madera más lo hacía por la de cristal. No era difícil, al menos para él; miraba al espejo mucho mucho tiempo y de pronto sentía que estaba al Otro Lado y la otra persona estaba en su lugar. No sabía cómo lo sabía, pero sabía que lo sabía. Era una sensación extraña, una especie de niebla estridente, un olor negro o una oscuridad suave como terciopelo… Los detalles cambiaban, había cosas en otro lugar, cosas que faltaban o cosas que no estaban en Este Lado. Pero, fuera como fuera, sabía que había llegado al Otro Lado.

Pero la habitación del Otro Lado era lo único que se parecía al nuestro, al menos, que Nathanæl hubiera visto; porque era un nodo, un sitio donde los dos mundos se juntan a través de reflejos y él atravesaba de un lugar a otro aprovechándolo.

Lo que había tras la puerta de la habitación del Otro Lado del espejo poco —o mucho— tenía que ver con nuestro mundo. Parecía un collage, un lugar formado por incontables otros lugares unidos por una mente trastornada o el simple azar, trozos de sueños perdidos aglutinados sin concierto y conectados por puertas que no siempre se podían ver. A veces corrías hasta una bonita puerta de latón marrón en mitad de un desolado campo de nieve para hallarte al borde de un abismo del que no podías ver el fondo ni el otro extremo —si es que alguno existía— y sólo aves con cabeza de felino lo sobrevolaban, o caminando sobre las aguas de un lago sobre una ciudad invertida cuyos rascacielos crecían hacia abajo desde el agua y podías ver a la gente caminando al revés bajo tus pies, o en el lejano palacio del Rey Mendigo cuya corte de parias, ratas y piojos te recibe con suntuosidad y te ofrece banquetes de vino de cartón y zapatos escaldados.

Porque en el Otro Lado también hay gente, pero no son como nosotros… Algunos tienen apariencia vagamente humana, pero sin rostro; otros poseen miembros de más o de menos; otros tienen forma de animal; otros, simplemente, son inenarrables. Pero todos hablan una misma lengua, un extraño galimatías de sílabas que Nathanæl había aprendido a descifrar vagamente en sus exploraciones. Se referían a él como jTolge o alguna de sus numerosas derivaciones, palabra que él relacionaba con “extraño”. También conocía las palabras para “tierra” (eQ’h’), “puerta” (mNah’) o “alma” (ttwya).

“Alma” se decía de muchas muchas otras formas, para hablar de distintos tipos de alma; “generosa”, “amable”, “taimada”… Pero a él sólo le interesaban las ttwya porque eran un tipo muy especial de alma: cuando alguien sueña su alma atraviesa el Otro Lado hacia el Reino de los Sueños y a veces, al intentar volver, no encuentra el camino y se queda sola y asustada en el Otro Lado. Nathanæl las buscaba, las sacaba de sus escondites y las recolectaba porque ellas podían abrirle las puertas del Otro Lado que no se podían ver a simple vista y explorar cada vez más lejos.

Pero Nathanæl no era el único jTolge que pasaba al Otro Lado. Había visto a otros rondando, comiendo con el Rey Mendigo y recolectando ttwya. A veces se habían confrontado por una, pero Nathanæl siempre cedía y nunca hablaba. Los otros jTolge le traían sin cuidado, hicieran lo que hicieran y los viera donde los viera, él sólo quería llegar más profundo.

Buscaba algo. No sabía qué, pero cuando lo encontraba estaba totalmente seguro. A veces encontraba tesoros abandonados donde la gente del Otro Lado —los kkege, como ellos se llamaban, aunque tienen otros muchos nombres— no se atrevía a entrar o no podían por no saber encontrar las antiguas puertas que sólo las almas perdidas conocían. Aún así Nathanæl había oído leyendas: algún tipo de llave que permite ver todas esas puertas; el espejo verdadero que te muestra tal y como eres no sólo en aspecto sino también en lo más hondo de tu ser y te puede hacer caer en la locura, o la corona de un kkege que un día gobernó en el Otro Lado, ¿quién sabe?

Pero cuanto más se alejaba de la gente del Otro Lado más se acercaba a los y’tge u horrores profundos, como él los llamaba. Seres salidos de las peores pesadillas de las propias pesadillas. A veces eran monstruos horribles con cientos de tentáculos o simples hombres de traje o una niebla espesa y roja… Pero cuando Nathanæl veía uno lo sabía: no podían ocultar sus ojos. Y corría y corría, porque sabía que si le atrapaban nunca volvería a Este Lado y sólo kQuya —o el nombre al que la gente del Otro Lado rezaba— tendría su vida en sus manos…

Por eso Nathanæl nunca olvidaba coger un espejo en la habitación del Otro Lado. Un pequeño espejo de distintas formas que siempre le esperaba al cruzar y que no se encontraba en el cuarto de Este Lado. Si no sabía encontrar el camino de vuelta sólo lo rompía y volvía a despertar en Este Lado frente a su espejo… Cosa que pasaba a menudo, por lo que siempre tenía cuidado de no olvidar el espejo.

Nathanæl volvió a cruzar otra vez su gran y mimado espejo. Esta vez olvidó a posta el espejo pequeño. Quizá no pensaba regresar…

24/3/10

El poeta y el perro

El poeta se agachó frente al perro callejero y dejó que le lamiera la mano.
Eres un ser despreciable, incapaz de despreciarte a ti mismo. El hombre te desprecia y aún así siempre vuelves y mueves la cola y le lames la mano… ¿Por qué?.
El perro se sentó y le miró con una mirada obtusa.
Porque tú y yo somos de la misma raza; de la misma raza maldita. No somos de los perros salvajes, que devuelven gruñidos por amenazas y mordiscos por patadas; ni tampoco somos de los perros mansos y domésticos, amados por los hombres. Entonces, ¿qué somos? Somos los despojos: demasiado mansos para la vida salvaje y demasiado salvajes para vivir como perros mansos.
El perro estaba tumbado y se dejaba rascar.
Y sin embargo sólo deseamos que nos amen. Sólo buscamos una mano que nos alimente. Sólo queremos lo que jamás será nuestro. Porque la nuestra es una raza que sólo encuentra el pie y la piedra y el huir con el rabo entre las piernas cuando sólo ofrecemos lo mejor de nosotros. Porque nunca hallaremos el amor de los hombres ni del mundo, que nos repudia por las pulgas que él mismo nos impone.
Y ambos se alejaron, juntos. Quizá así podrían repartirse su dolor.
Nuestro destino es el único y universal, perro.