26/1/15

Perdidos en Conxo

Ya se publicó en Monifate, pero como lo escribí originalmente para mi serie de entradas del lunes, es justo que también aparezca por aquí.

Para saber quién o qué es Conxo, consulten este vídeo


—Por favor, Señor —rezaba el hombre desesperado a los pies de una cruz oxidada a la que parecía faltarle por lo menos un brazo o estar vacía—, vinimos hasta Santiago para visitar la tumba del apóstol, pero nos hemos perdido. Por favor, por favor, sácanos de este sitio horrible. He puesto todo de mi parte, pero en todo el día no hacemos que ver las mismas calles una y otra vez y la gente no parece saber siquiera qué es Santiago de Compostela. He intentado mirar el GPS y solo sale un mensaje en rojo diciendo que estamos en Conxo y que salgamos cuanto antes. No sé qué más hacer, por favor, danos tu ayuda. Te lo rogamos, señor.

—Te lo rogamos, señor —repitió uno de sus compañeros. El tercer peregrino también estaba de rodillas, pero porque estaba buscando el mejor ángulo para sacar una foto de las curiosas cruces.

Los coches pasaban a su alrededor mientras continuaban con sus plegarias y la gente iba y venía con las últimas horas de la tarde. Una señora que parecía volver de la compra con el carrito lleno pasó a su lado sin mirarlos, pero les avisó.

—Que facedes, raparigos? Este sitio non pertence ó voso deus.

Todos se giraron para mirarla, pero donde debía estar solo había un pequeño montón de berzas.

Mario agitó su bigote con gesto preocupado y se santiguó por si acaso.

—Será mejor que nos vayamos, el demonio mora en este sitio.

—¿No nos llevamos algo de confeti? —preguntó el hombre a sus pies.

El hombre del bigote se llevó los dedos al puente de la nariz. Las cosas iban decididadmente mal. Para empezar, su cuñado, que lo acompañaba en peregrinación, había visto esa mañana un grafiti especialmente perturbador en un polideportivo y el shock, aparte de dejarlo inconsciente unos minutos, había hecho que ahora fuera incapaz de hablar de nada que no fuera confeti.

—No, Pepe, no nos llevamos confeti.

—¿Por qué no?

—Si Dios quiere llegaremos a un sitio en el que haya todo el que quieras, vamos.

—¿De qué color? —inquirió Pepe poniéndose de pie y siguiéndolo. Mario prefirió no responder—. Espero que sean de color jale.

El tercer miembro del grupo, de aspecto evidentemente extranjero, se había distraído sacando más fotos de una glorieta especialmente grande que solo tenía dos salidas. Mario por su parte se había entretenido hablando con su cuñado y olvidó avisarlo de que se iban, de modo que tardó un momento en darse cuenta de que se iban y tuvo que correr en pos de ellos. Por comodiad lo llamaremos, no sé, John.

Caminaron un buen rato mientras el sol se seguía perdiendo entre los edificios y las farolas se encendían. Al pasar frente al café Dejá-vù, Mario echó mano de su caja de paracetamol y se tomó uno sin agua. Hacía tiempo que se notaba algo febril y no dejaba de tomarlos, para aliviar también el insufrible dolor de cabeza que le producía el estar perdido en una tierra extraña con esos dos sujetos. Había intentado comprar algún apiretal, pero la única farmacia que encontraron estaba cerrada y de hecho no tenía signos de haber estado nunca abierta.

Suspiró.

Caminaban en fila cargando con sus mochilas de peregrino por una acera dejada de la mano de Dios. Los arbustos la invadían sin que pareciera que las fuerzas de la civilización hicieran nada por oponérseles. Por la carretera, al otro lado, no pasaba ni un coche. El sol del crepúsculo alargaba las sombras recortadas de rojo.

—Esperad —dijo Mario parando de pronto al ver venir algo en dirección contraria por la acera—. San Antonio bendito, ¿qué es eso?

—Parece una bola enorme de confeti negro —calibró Pepe.

—No me parece la mejor forma de definirlo.

John sacó su cámara sonriente y contento por ser capaz de ver otra rareza local.

Cuando el punto negro que se veía a lo lejos en la acera totalmente recta pudieron distinguir que en efecto era una enorme bola negra de la que parecían surgir tentáculos igualmente negros que bailaban a su alrededor. Y tras ella venía una comitiva de figuras humanas.

—Rápido, señores, a los arbustos.

Mario y los demás se volvieron para descubrir que eso lo había dicho una persona que había aparecido de improviso tras ellos.

—No hay tiempo que perder —añadió antes de saltar él mismo por encima de los arbustos y agazaparse.

William lo siguió porque le pareció divertido y porque no tenía aún en su álbum la foto de un hombre vestido con traje de submarinismo (máscara y bombona incluidas) y ropa de calle por encima.

Mario decidió que, en cualquier caso, era mejor que quedarse en mitad de la acera y arriesgarse a enfrentarse a lo que quiera que fuera esa cosa, de modo que fue tras el extraño, tirando de Pepe.

—¡Confeti verde! —exclamó el cuñado, celebrando la hierba.

El extraño hombre pez los mandó a callar, pero también les indicó que se asomaran.

Un orbe negro de dos metros de altura flotraba tranquilamente a un metro por encima del suelo. En efecto era totalmente negro y totalmente esférico, a pesar de que su consistencia parecía más la de un líquido, como si alguien hubiera dejado abierto un barril de tinta en gravedad cero. Solo dos cosas sobresalían de su forma esférica: una especie de banda publicitaria que lo rodeaba y anunciaba lo que parecía un SPA especialmente lujoso. Los otros objetos, como ya dijimos, eran tentáculos o raíces que parecían hechos de la misma materia que el orbe: algunos se agitaban como buscando por los alrededores de la cosa, pero otros estaban conectados a la cabeza de los al menos veinte humanos que lo seguían: llevando albornoces y toallas blancas, con la mirada perdida y emitiendo gruñidos casi imperceptibles.

Esperaron unos minutos hasta que se perdió lo suficiente de vista para sentirse seguros.

—Orbes publicitarios —señaló el hombre pez—. La estrategia de márketin definitiva.

—Muchas gracias, señor...

—Ghuddhrah.

—... de acuerdo. Gracias señor Gudra, le recordaré en mis plegarias.

—Es muy amable de su parte, señor...

—Mario Tapia.

—Mario. Sabe, ¿yo también soy un hombre religioso?

Le habían impedido a William sacar fotos mientras estaban escondidos, lo cual lo había decepcionado sobre manera, aunque ahora se estuviera desquitando haciendo todo un reportaje al hombre pez.

—Me alegra oír eso —reconoció Mario.

—Precisamente estaría interesado en ofrecerles un negocio de esa índole.

—Oiga, no, tenemos algo de prisa...

—Les garantizo que no les decepcionará, denme solo unos minutos de su tiempo.

Por una parte Mario quería salir de ahí cuanto antes, pero el hombre parecía amable y los había ayudado. Además, si le seguía la corriente, era probable que les indicara la forma de salir.

—Bueno, cuénteme.

—¿Va a vendernos confeti? Lo necesitaremos para cocinar esta noche.

—Jajaja, me temo que no. De hecho, no voy a venderles nada, sino que tengo una oferta de compra. Represento a un conocido dios de más allá del espacio y el tiempo y estaría realmente interesado en pagar por sacrificarles sus cuerpos y almas en una ceremonia de horror inenarrable.

John no entendió la mitad, pero pensando que era una oferta turística, empezó a asentir efusivamente hasta que Mario respondió.

—¡Santa Bárbara bendita, no!

—No sea así, sepa que dado que pueden ofrecernos el triple de material de una sentada, estamos dispuestos a pagar más. Por adelantado, por supuesto.

—Disculpe, pero estamos perdidos y tendríamos que irnos.

—Precisamente porque están perdidos creo que sería lo más recomendable que probaran suerte con una nueva fe.

—No, gracias —respondió Mario poniéndose en pie, con todos los demás imitándolo.

—No sea así, lo de pagarle por adelantado no era mentira —Extrajo de su chaqueta un fajo de pequeños billetes falsos y empezó a arrojarlos uno por uno contra los peregrinos sin dejar de hablar—. ¿Ven? ¿Ven? Serán ricos lo que les quede en este mundo.

—¡Confeti! —exclamó Pepe yendo hacia el hombre.

—¡No! —prohibió Mario agarrándolo del cuello—. ¿Se supone que esto es alguna clase de broma? Porque no tiene ninguna gracia.

Ghuddhrah dejó de lanzar papeles y también de sonreír. Muy despacio se guardó el fajo de billetes en el traje, pero no sacó la mano.

—¿Debo entender entonces que rechazan por completo mi generosa oferta?

Mario cogió a sus dos compañeros y los puso tras él antes de responder: —así es.

—Oh, demonios, entonces no me dejan más opción que resolver este trabajo por las malas.

El hombre rana bien vestido extrajo la mano que se había guardado en el bolsillo de la chaqueta. Para sorpresa de los peregrinos, ahora tenía agarrada una daga serpenteante.

—¡Corred! —urgió Mario mientras los hacía saltar por encima de los arbustos.

Harris no perdió la oportunidad de sacar una última foto del hombre saltando también para perseguirlos, daga en mano.

—¡Corred! ¡Corred! —no dejaba de sugerir Mario mientras cruzaban la carretera desierta ya solo iluminada por las farolas.

—Correríamos más rápido si pudiera usted proveernos de confeti, señora —puntualizó Pepe, el cuñado, cerrando los ojos en mitad de la carrera, probablemente para imaginar un puñado de confeti bien apilado o una bolsa recién abierta.

Posiblemente no fue la mejor de las ideas idea, puesto que, al llegar a la acera contraria, fue a darse contra un banco colocado en mitad de la acera con tan mala suerte de que el impulso hizo que saliera disparado por encima y cayera en una alcantarilla abierta que había al otro lado.

Mario intentó volverse para hacer algo, pero viendo que los perseguía un hombre armado y que su cuñado, que Dios lo tuviera en su gloria, no le caía tan bien, decidió que sería más sano seguir corriendo. William no había parado tampoco, pues seguía a Mario bastante divertido. Debía pensar que correr delante de tipos con cuchillos era la versión gallega de los San Fermines.

En cuanto a Pepe, las Crónicas de la Mancha no se ponen de acuerdo sobre si Pepe murió en el acto tras la caída o si bien sobrevivió y se arrastró en la oscuridad cada vez más abajo hasta alcanzar las tierras de los mórlocs, donde se convirtió en su rey por mil años y a menudo intentó asaltar la superficie para robarles todo su confeti.

Mario y John siguieron corriendo hasta pasar el café Dejá-vù e internarse en un parque cercano. Nada más cruzar la fina línea que separaba la hierba del asfalto e internarse un poco más, dejaron de oír los pasos a la carrera del comerciante de sacrificios a su espalda. Se giraron y vieron que en efecto estaba quieto al borde del camino que conducía hasta el parque.

—No les recomiendo que sigan por ahí, caballeros —les gritó—. Es mucho más seguro que vuelvan aquí.

—Lo que usted diga, amigo —le replicó Mario.

—No digan que no intenté advertirles.

Y diciendo esto se dio la vuelta y se fue en silencio.

—Eso ha sido raro —reconoció Mario—, pero parece que nos hemos librado, gracias a la ayuda de santa María. No he dejado de rezar mientras corríamos.

—Man, this country is great —sentenció Harris—. I'm so glad I came here.

Mario miró con sorpresa a John, al que oía hablar por primera vez desde que se encontraran hacía semanas en el camino. Pero tampoco tuvo tiempo de dedicarle mucha atención, ya que sentía que la cabeza se le fuera a salir de los ojos. Como pudo consiguió llegar hasta un gran árbol y se sentó a sus pies. Tomó otro paracetamol. No parecía servir de nada.

—Are you ok, pal? —le preguntó William.

—Oye, amigo —pidió Mario con voz cansada—, intenta buscar ayuda. La policía o algo. Tenemos que salir de aquí.

"Hola".

Mario se hubiera sobresaltado, pero estaba demasiado cansado. John en cambio parecía entusiasmado por oír de pronto voz que salían de ninguna parte.

—¿Quién ha dicho eso?

"Yo".

—Ah, vale.

"Soy un simpático eucalipto mágico y quiero que os suicidéis".

—Woah, amazing, a fucking talking tree —Foto—. What a shame I don't speak Spanish.

"Soy el eucalipto en el que estás sentado, y quiero que te suicides".

—No sabía que los árboles hablaban. La Biblia no dice nada de eso.

John, decididamente aburrido por no seguir la conversación y el hecho de que el árbol no hiciera nada más, decidió buscar algo mejor que fotografiar.

—Anyway, dude, I'm gonna take some photos of that lichen over there, you just stay here and rest, ok?

—Sí, eso —aceptó Mario—, corre a buscar ayuda.

Lejos de correr William se alejó andando tranquilamente. Cuando estuvo lo bastante lejos, el árbol continuó.

"Escucha, yo sí hablo porque lo que tengo que decirte es muy importante y tienes que prestarme atención".

—Venga, dispara.

"Suicídate. Ve a esa peña de ahí, te subes y te tiras. Es solo un momento".

—Eso no suena demasiado bien. La Iglesia dice que suicidarse es pecado y eso...

"¿Estás de broma? Tú vida es lo que no suena bien, no hagas caso de esos engreídos con bata".

—¿Qué sabes tú de mi vida, árbol blasfemo?

"Estás aquí, solo porque tu único amigo es un tío raro que acaba de dejarte tirado, hablando con un árbol. Probablemente nadie se daría cuenta si murieras".

—Oye, que estoy casado.

"Seguro que tu mujer es una pesada".

—Bueno, un poco. Pero yo tampoco soy de criticar y...

"Suicídate, estarás mejor sin ella. Y muerto no tendrás que preocuparte por el dinero".

—La verdad es que el dinero no es tan...

"Ni por los niños. ¿Tienes niños? Todavía estás a tiempo de ahorrártelo".

—Alguno no estaría mal... Mi señora y yo...

"Esto no es sobre lo que quiere tu mujer, es sobre lo que quieres tú".

—Ya, pero yo...

"Piensa un poco en ti mismo por una vez. Seguro que si decidieras suicidarte y tu mujer estuviera aquí no te dejaría porque ella no quiere. A pesar de que te partes el espinazo para mantenerla".

—En parte no te falta razón.

"Oye, tío, somos amigos, confía en mí. Si lo haces te vas a sentir de puta madre".

—Pero no sé yo...

Esta vez no fue la voz fantasmal del eucalipto la que cortó lo que estaba diciendo Mario, sino una enorme explosión que tuvo lugar lo bastante cerca para que la impresionante deflagración fuera visible desde el eucalipto.

"Se ha desencadenado la tercera guerra mundial. Pronto estarás muerto de todas formas".

—No puede ser...

Sonó otra explosión.

"Toda tu familia probablemente ya está muerta".

—Es mentira...

"Yo nunca te mentiría, colega. Esta es una vida de mierda. Es mejor acabarla cuanto antes".

—Dios mío...

"Exacto, tu dios, sea el que sea te está esperando, ve con él".

Mario no respondió. Entre llantos empezó a arrastrarse hacia la peña.

"Eso es corre......... No hay uno que no pique".

Así acabó la vida de Mario, perdida por la traición de Conxo. La noche cae y grande es el triunfo del mal. El último vestigio de espranza reside en Roberto Alcázar. Solo él preocupa las mentes de los señores oscuros. Solo él puede traer ruina a los enemigos negros ahora que la tierra yace en agonía y la maldición perdura. Una nueva estrella brillará y llegará un nuevo día.

El cadáver despeñado de Mario, cubierto de heridas de tojos, yacía al pie de la peña. No muy lejos de él, había al menos cinco alcantarillas. La más grande de ellas empezó a moverse mientras alguien forcejeaba para salir. Por fin consiguió alzar la pesada tapa para revelar que era Pepe, cubierto de mierda.

—¡Mario! ¡Mario, ten cuidado con el puto árbol! …oh. Parece que llego tarde. En fin, supongo que ya estamos en paz por dejar que me pudriera en la maldita alcantarilla.

Se encogió de hombros, se sacudió la suciedad para revelar que bajo ella llevaba ahora un traje totalmente blanco y comenzó a ascender al cielo.

Por cierto, las explosiones fueron cosa de los gatos de Conxo y no tenía nada que ver con ninguna guerra mundial que yo sepa.

William acabó aburriéndose de rondar por Conxo y llamó a Radiotaxi para que lo sacarán de allí y poder seguir haciendo turismo por Santiago de Compostela. Al final volvió a su país con un montón de historias que contar.

Pepe, nada más llegar a casa, se sentó a escribir esta historia. En efecto, yo mismo soy el autor. No me preguntéis por qué escribía en tercera persona o cómo sabía las cosas que no presencié, solo soy un puto fantasma.

19/1/15

Brutal Hermit & Smily Schoolgirl (1)

Las teclas del terminal piaron antes de que por fin el mecanismo de seguridad reconociera que el código era correcto e hiciera deslizarse la puerta sin más ruido que el de una leve fricción.

Al abrirse un vano introducirse la luz del pasillo en el apartamento a oscuras, se recortó la figura de una persona de al menos dos metros de altura y constitución fuerte, que entraba arrastrando lo que en principio parecía poco menos que un saco.

—¡Puerta! —ladró y todo volvió a la oscuridad.

Se oyó un murmullo ahogado y forecejeos en la oscuridad. Entonces un golpe seco y nada más hasta que el hombre volvió a gritar al sistema de control por voz.

—¡Luz!

Y así se hizo. Cuando los paneles luminosos del techo y las paredes empezaron a funcionar pudo verse al hombre, alto y moreno, con cicatrices de toda talla por la cara, el cuello y lo que la camisa de manga corta roja dejaba ver de los brazos. No le faltaban tampoco arrugas y canas que delataban que ya estaba cerca de la cincuentena, pero dado que sus bíceps estaban a punto de destrozar la camisa, cabe pensar que no le afectaba demasiado en otras partes del cuerpo.

Su gesto era temible al mirar el bulto que arrastraba, que había resultado no ser un saco sino un señor asiático vestido de traje de una forma notablemente poco elegante. Le devolvía la mirada al gigante que lo agarraba procurando fingir estar igual de enfadado, sin demasiado éxito.

Al fin, el dueño del apartamento decidió quitarle la cinta aislante de la boca.

—¡Te mataré! —aseguró—. ¡Te mataré a ti y a toda tu familia!

La respuesta fue otro puñetazo que lo dejó notablemente desorientado.

—A partir de ahora, gusano, no hables si no es para responder a mis preguntas.

Lo dejó caer al suelo y fue a coger la única silla del apartamento que, además, constituía como una cuarta parte del mobiliario. La colocó en el centro del lugar y volvió a levantar al tipo trajeado para sentarlo. Aún desorientado, no pudo o no quiso oponer resistencia. El gigante, por su parte, ni siquiera se molestó en atarle las manos sin meñiques.

—Ahora escucha, yakuza-kun —le ordenó—, ¿sabes quién soy?

El otro se limitó a mirar con mucho interés la pared vacía que tenía a su derecha antes de que su anfitrión le agarrara la mandíbula y le obligara a mirarle a la cara.

—Te he hecho una pregunta. Ahora es cuando puedes hablar.

—Eres ese cabrón. Brutal Hermit. El chalado.

—Exactamente —confirmó Brutal Hermit apretando su presa sobre la cara del yakuza— e imagino que si eres tan listo sabrás también para qué te he traído aquí. Solo tienes que responder a una pregunta muy sencilla y podrás irte, no más golpes, no más sangre, no más pérdidas de tiempo.

Hubo un momento de silencio en el que se hubiera esperado que el otro asintiera si no tuviera la cabeza inmovilizada. Al fin Brutal Hermit preguntó.

—¿Dónde se esconde Isamu Taiki?

—No lo sé y aunnque lo supiera...

No llegó a acabar la frase antes de acabar en el suelo de un soberano tirón de maxilar.

—Eso no es lo que quiero oír. Estás acabando con mi paciencia, yakuza-kun. Sé perfectamente que tú sabes algo.

—Si te lo digo, me harán algo peor de lo que puedas hacerme tú.

—Chico, estás jugando muy mal tus cartas.

Pero nada más decir esto irrumpió en la situación el pitido de la alarma de mensaje. Brutal Hermit se volvió a mirar a la mesa, donde parpadeaba el led de un viejo teléfono móvil.

—Vuelve a sentarte —ordenó mientras iba a cogerlo—, no hemos acabado.

El contenido del mensaje era breve: “reyerta callejera, va a pasar la noche en el calabozo” e incluía al final una foto policial de una chica morena con uniforme de instituto que exhibía un ojo morado y un labio roto.

Brutal Hermit sonrió.

Unas horas antes la cara de la chica de la foto estaba en bastante mejores condiciones mientras salía por una de las puertas laterales del edificio del instituto. Bostezaba ruidosamente y se tenía que tapar la boca con la mano en la que no sostenía su cartera. Se apoyó en una esquina a la sombra y empezó a mirar alrededor expectante.

—¡Claire!

Al fin siguió con la cabeza la dirección de la voz que la llamaba y vio cómo se aproximaba una chica con el mismo uniforme, pero más alta que ella, de pelo castaño y sonriente.

—¿Estás tan ansiosa como yo? —preguntó Claire en cuanto la otra chica estuvo a su altura, sin molestarse en saludar.

—Bueno, claro —respondió su amiga con voz sobria.

—Pues venga, antes de que lleguen Smily y las otras.

—¿Y qué tal en clase hoy?

—¿Yo qué sé?

Empezaron a caminar hacia el gimnasio. Al principio Claire intentó andar más rápido, pero tuvo que adaptarse al paso de su compañera para no dejarla atrás.

—¿Viste cómo se asustaron el otro día cuando nos vieron en Delta Avenue?

—Es normal que se asusten al principio si Krys lleva una maldita katana por ahí.

—Nos dijo que la llamáramos Smily.

—Me da igual, ya estoy acostumbrada a llamarla por su nombre.

Llegaron a los vestuarios, desiertos salvo por ellas a esa hora. Nada más entrar, Claire se quitó la parte de arriba del uniforme, caminó con él en la mano hasta su taquilla, la abrió, dobló la camisa antes de guardarla con lo demás y sacó otra, que no tardó en ponerse.

—Eh, Megumi —llamó Claire mientras su amiga se peleaba con la combinación de la taquilla—. ¿Qué te parece?

Al volverse vio que Claire seguía llevando su uniforme, pero la nueva camisa lucía una nada desdeñable mancha de sangre seca en el pecho.

—Vaya, ¿de la última vez?

—Sí, la dejé estar y la voy a llevar hoy también. A ver si aumenta.

—Ya. Oye, ¿me ayudas con las vendas?

—Venga.

Claire cogió el rollo que le tendía y se dispuso a la tarea de cubrir el torso de Megumi con ellas.

—¿No temes que se te caigan?

—Solo si me las pongo yo, se me da fatal. ¿Qué tal tus abuelos?

—¿Yo qué sé?

Megumi asintió y se dejó hacer en silencio mientras ella misma se ponía las vendas en los brazos y el cuello con parsimonia.

Pasado un rato oyeron pasos en el pasillo, seguidos de una voz aguda.

—Pimpollitas, ¿aún estáis ahí?

Claire y Megumi se volvieron para ver aparecer la cara sonriente de una chica, enmarcada en pelo teñido de verde con microcélulas eléctricas para hacerlo brillar. Cuando acabó de entrar y se apoyó en el marco de la puerta pudieron ver que llevaba un uniforme arrugado y, al hombro, un bate de cricket.

—Smily espera, señoritas, llegáis tarde.

—Calla, Yume, todavía no es la hora —le replicó Claire mientras apretaba un nudo de vendas.

—La hora es cuando Smily llega.

—Exacto, no cuando tú lo dices.

Megumi cortó la discusión poniéndose de pie y diciendo: —Da igual, de todas formas ya estamos.

Empezó a recogerse la melena castaña y a ponerse una chaqueta mientras que Claire se dirigió a su propia taquilla para recuperar de su interior un puño americano.

—Me extraña que todavía sigas viva yendo por ahí con eso —imprecó Yume al verlo, dejando caer su bate sobre la mano para que sonara—, búscate un cuchillo por lo menos.

—No lo necesito.

—Te crees más dura de lo que eres.

—A lo mejor eres tú la que se engaña —sugirió Claire poniéndose el puño americano.

—Lista —anunció Megumi, que ahora llevaba una tubería tras el cuello, sujetándola reposando ambas manos sobre ellas—. Vamos saliendo.

—Ya era hora —celebró Yume dándose la vuelta y caminando hacia el exterior.

Megumi la siguió, con lo que Claire tuvo que tragarse las ganas de pelea y cerrar a toda prisa el candado de su taquilla antes de seguirlas.

Al salir del gimnasio se dirigieron hacia la parte de atrás del edificio, donde las esperaban otras dos chicas. Una de ellas era Hana, la hermana gemela de Yume, a quienes era fácil distinguir porque Hana se teñía de rosa.

La otra era una chica especialmente alta para la media del grupo. Cuando iba lista para la acción como hoy a la gente podría llamarle la atención la melena rubia, la larga chaqueta negra o la katana que llevaba en un cinturón de cuero sobre la falda del uniforme. Pero normalmente lo que siempre les llamaba la atención de Smily es que llevara una máscara rígida que le cubría la boca y la nariz con pequeños agujeros para respirar y que hubiera pintado sobre ella una cruda sonrisa llena de colmillos.

Ambas se volvieron para mirar a las recién llegadas.

—¿Estáis listas ya? —preguntó Hana.

—Con estas dos cuesta créerselo, pero sí —confirmó a decir Yume con desgana mientras llegaban—, podemos salir de compras.

—Hoy estás genial, Smily —se apresuró a decir Claire.

Como única reacción, la chica rubia levantó una mano, se la llevó a uno de los laterales de la máscara y sonó una horrible risa sinética.

5/1/15

Universidad Subterránea

Cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac cla clac.

—¿Dónde estoy? ¿Por qué nos movemos?

—Mierda, tenías que despertar ahora.

A pesar de esta respuesta y de estar aún mareada, Lyris no tardó en darse cuenta de que alguien cuya voz no reconocía la estaba llevando al hombro como un saco de patatas. La única vía de acción era obvia: empezó a patalear y a gritar como una posesa.

—Para, para, joder, no tenemos tiempo para esto —le replicó el desconocido sin parar de correr.

Ella tampoco paró de darle con las rodillas.

—No te voy a hacer nada, te estoy ayudando, te desmayaste, te estoy llevando a un lugar seguro, no grites más, hay que llegar a las escaleras.

—¡Deja de correr, deja de correr, deja de correr!

—Y una mierda voy a parar de correr. ¿Tú sabes lo que nos viene detrás?

Lyris miró por un segundo a sus alrededores. Solo veía pasar el pasillo de la universidad, vacío salvo por ellos y el eco de las pisadas. Cla clac cla clac cla clac cla clac.

—... ¿Por qué no hay nadie?

—Se fueron todos. Yo me quedé, estabas en coma o algo.

—¿Quién eres tú?

—Cleig. Coicidíamos en un par de clases.

Lo pensó por un momento, el nombre no le sonaba en absoluto.

—Bájame ya.

Cleig soltó un resoplido.

—Vale, vale. Pero en cuanto estés abajo seguimos corriendo.

Posó a Lyris en el suelo, pero en el instante en el que la soltó tuvo que volver a cogerla cuando las piernas le fallaron. —Apenas las siento...

—Y eso que te puse un encantamiento de levedad para poder llevarte...

—¿Qué insinúas?

—Oye, es normal que las piernas no te respondan, llevas tres días dormida.

Necesitaba un momento para computar eso, pero no lo tenían. Desde una bifurcación del pasillo, a lo lejos, se oían golpes torpes y un ruido que se arrastraba hasta los oídos de los dos jóvenes. Sxxxxh. Cleig se arrodilló y la puso a caballito sobre él con relativa facilidad.

—¿Qué ha pasado?

—¿Recuerdas cuando nos decían que aquí nunca había accidentes? Pues todos los profesores murieron o se volvieron locos o mutaron, no sé cómo, fue de pronto, muchos alumnos también, especialmente de cursos altos. O esas fueron las noticias. Llegaron monstruos, lo normal, si nadie atiende las putas jaulas. Murieron más, especialmente los que se habian quedado dormidos como tú. Los demás se fueron yendo, abajo, pero nadie quería perder el tiempo llevándote, así que nos quedamos los últimos. La verdad es que esperaba que despertaras antes de que las cosas se pusieran tan jodidas. No sé si vamos a salir de esta.

—Eso es tranquilizador.

—Sí, soy un maldito caballero.

—¿Por qué no te fuiste con los demás?

—Porque seguías ahí.

—Sabía que a algunos les gusta mirar chicas mientras duermen, pero lo tuyo es llevarlo demasiado lejos.

—Eh, mierda, no es...

—Gracias, de verdad.

—Bah. Ya me las darás cuando hallamos bajado esas escaleras.

—Espera, no, tenemos que subir, salir a la superficie.

—No, no, los pisos superiores son los que más hechos mierda están. Todo el que pasa dice que hay que bajar.

—¿Entonces no hay salida?

—¿Por qué crees que te has pasado tres días iconsciente en un aula?

—Joder —concluyó Lyris—. Oye —susurró—, ¿no deberíamos ir en silencio?

—No servirá de nada, puede olernos y vernos con las luces del pasillo, escondernos no valdría de nada, hay que escapar. —De todas formas podrías ir más despacio.

—Ni hablar.

—Es que hace un rato que ya no se oye. Debemos haberlo dejado atrás.

—Puede cogernos en cualquier momento, es mejor salir de su territorio cuanto antes.

—¿Pero qué es?

Cleig paró en seco pillando a Lyris por sorpresa, que dio con el vientre contra su cabeza.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué paramos?

—¿Ahora lo escuchas?

Lyris guardó silencio por un segundo, en efecto se oía de nuevo a la criatura con ese zumbido que llenaba los oídos —sxxxxh—, pero...

—Está delante de nosotros —concluyó ella, entre susurros.

—El muy cabrón debe haber dado un rodeo largo para atraparnos.

—¿Qué vamos a hacer?

Cleig se arrodilló despacio para que Lyris, ya algo más recuperada y capaz de mantenerse en pie, pudiera bajarse.

—Tú —explicó— vas a entrar a ese aula que tenemos al lado y vas a esperarme.

—No.

—Y yo voy a ir a ocuparme de él.

—No.

—No tenemos tiempo de dar la vuelta. Pronto estaremos agotados y seremos presa fácil. Ni regalados.

—Entonces voy contigo.

—Ja, no estás en condiciones de eso, vas a estorbar más de lo que ayudes.

—No voy a quedarme aquí sin hacer nada mientras esa cosa te mata.

—No cuentes con que muera tan pronto, aún tengo que ver de nuevo la maldita luz del día. Si quieres hacer algo mientras me ocupo de esto, guárdame esto.

Cleig se desprendió algo del cinto y se lo tendió a Lyris. Era una daga. Ella la cogió casi por impulso y, en cuanto la hubo soltado, Cleig se echó a correr hacia la esquina del pasillo de donde provenía el oscuro ruido. Lyris hizo el intento de seguirlo, pero sus piernas apenas respondieron al rápido movimiento y pronto se vio en el suelo. Maldiciendo su suerte.