15/12/10

Tenebrae Luxque Stellarum - 3

Ésta es la tercera parte. La historia empieza aquí.
Tertia pars: Cor fortius
La noche había dejado caer su manto sobre Garou, pero había dejado a las estrellas para dar la esperanza de un nuevo amanecer. En su despacho del castillo que presidía la ciudad, Ralse rellenaba y firmaba cada vez más y más documentos. Ocupar un país le resultaba pesado.
—Aral —llamó a su paje, un muchacho de trece años—, trae mas tinta, creo que esta noche va a ser larga.
—Sí, señor.
Era un chico de buena disposición y cumplía ampliamente su cometido, pero Ralse sabía que tendría que buscarse otro ayudante en cuanto encontrase puesto en un buque de guerra. Su sueño era volar.
Le llegó la tinta y continuó con lo que estaba haciendo. Otra firma en un documento de amnistía para un noble ocentiano y su casa, dándole la bienvenida a la protección de Raenia. Ralse no confiaba en la mayoría de ellos, sólo habían hincado la rodilla cuando todo estaba perdido, pero le preocupaban los que lo habían hecho antes de que Raenia realmente se impusiera. No puedes tener fe en que alguien que ha traicionado a su señor sin encontrar castigo no volverá a hacerlo en cuanto tenga oportunidad.
Pasados unos pocos minutos empezó a oírse un clamor ahogado que parecía venir del patio de armas. Pronto se hizo molesto para el príncipe.
—Aral, ve a ver qué pasa ahí fuera y a ver si puedes hacer que hagan menos ruido —mandó.
El chico entonó otro «sí, señor» y se dirigió diligente a la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla se abrió de golpe y tras ella apareció un soldado con los colores rojos de Raenia.
—¡Mi señor! —exclamó entre jadeos, extenuado por la carrera—. ¡La fortaleza está siendo atacada!
Al oír esto Ralse se alzó tras su escritorio y se llevó la mano instintivamente a la espada.
—¿Quién? ¿Cómo ha sido posible?
—Una compañía superviviente de Ocentia, señor, unos cien hombres. Entraron haciéndose pasar por trabajadores civiles y nos cogieron por sorpresa.
Ralse se temía lo peor.
—Yo mismo iré a comandar la defensa —dijo—. Tú ve a los aposentos de lady Maria y asegúrate de que está bien protegida —atravesó el despacho a paso firme, directo hacia la puerta—. Aral, conmigo.
Príncipe y paje descendieron de la torre directos al patio. A medida que bajaban las escaleras oían un grito entremezclado con el caótico sonar de la batalla, cada vez más fuerte:
—¡Maria! ¡Maria!
No tuvieron que llegar al patio, en la antesala que llevaba a la torre estaba Draco, solo, con la espada en mano y la garganta destrozada de gritar el nombre de su amada.
—Aquí no la encontrarás, Draco —le dijo Ralse—. Vete ya.
Draco se giró hacia él, sobresaltado, y señalándolo con la punta de su espada le inquirió:
—¿Cómo sabes mi nombre?
—No puedes ser otro que el hombre que puso en jaque a mis ejércitos en Belar.
—Y tú no puedes ser otro que Ralse. ¿Dónde está Maria?
—Qué osadía por tu parte llamar por su nombre de pila a la princesa consorte de Raenia —le corrigió Ralse quitándose la chaqueta.
—¡No lo será si te mato! —gritó lanzándose como una furia sobre su contrincante.
Ralse se quitó de un tirón la chaqueta y se la tiró a Aral mientras que con la otra, en un rápido movimiento, tomaba su espada y rechazaba la fuerte estocada de su rival.
Ambos contendientes cruzaron sus espadas. La cara de Draco estaba descompuesta por la ira mientras que Ralse sonreía intentando disimular el esfuerzo que precisaba para enfrentar a Draco.
—¿Has puesto en juego la vida de tantos hombres sólo para conseguir a Maria? —le preguntó Ralse mientras seguían cara a cara—. Qué egoísta.
—También es su princesa.
—Pero no su amante.
Draco se libró de su contrincante con un fuerte empellón y le lanzó otra serie de estocadas que Ralse desvió con gracia. Ambos caminaron en círculo, con la espada, en reposo, estudiándose mutuamente.
—¿Dónde está Maria? —insistió Draco.
—¿De verdad la amas? —preguntó a su vez Ralse, esquivando la pregunta de Draco.
—Estoy arriesgando mi vida por ella.
—¿Por ella o por tu egoísmo? ¿No comprendes que si me matas y te la llevas la condenarás a una vida fugitiva que sólo la llevará al paredón...? A ambos más bien.
—Es mejor que dejarla contigo —Dio dos estocadas más y después de que Ralse las detuviese él a su vez detuvo las contrarias—. Tus fines sí son egoístas. Ni siquiera la amas, sólo quieres su corona.
—No seas necio. Claro que la amo, por eso busco la paz, sólo en un mundo en paz estará segura. Aunque para ello antes que dominar a todos los pueblos de la tierra.
Avanzó hacia Draco y le lanzó un tajo desde arriba que el maltratado soldado apenas pudo parar. La ventaja estaba de parte de Ralse pues, aunque él sólo dominaba el esgrima que se podía aprender en un salón o un duelo de caballeros mientras que Draco era ya un veterano, éste estaba cansado y herido.
—¿Entonces tú también la amas? —jadeó Draco.
—Desde hace años —replicó Ralse—. Cuando nuestros países aún eran aliados visitamos la corte de Ocentia y la vi de niño. ¡A ella y a ti! —Lanzó otra fuerte estocada—. ¡Y desde entonces no he podido olvidarla! ¡Maria es mía!
Con un rápido giro de muñeca atrapó la espada de Draco con la suya propia y la arrojó lejos. Colocó la punta contra el pecho del soldado y lo empujó hasta colocarlo contra un muro cercano.
—Aquí se acaba todo, Draco —le explicó—. ¿Tienes algo que decir?

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