27/1/10

La flor azul


Kervyl, su nombre era Kervyl, como él mismo llevaba tantos años recordándose. Era el nombre que siempre daba, por el que lo conocían los miembros de su guardia mercenaria y el único que merecía hasta que por fin lograra reclamar sus trofeos.
El burdel era un edificio recio y tan macizo como ricamente decorada era su fachada. Dedicó el tiempo que le llevó llegar hasta la entrada a observar las tallas que anunciaban la mercancía y servicios de la casa mientras su mente se dedicaba, por otra parte, a la tarea de divagar sobre los asuntos que le obligaban a cruzar aquellas puertas. Si alguien le preguntaba sólo diría que deseaba prodigar adecuada diversión a sus hombres y a él, pero Kervyl, pues se llamaba Kervyl, conocía la verdad, no oscura, ya que para él, más que negra, era una verdad azul y roja.
El interior no era demasiado distinto en términos generales a otras muchas casas de citas; un atmósfera enrarecida por el humo del incienso de sueños en la que los clientes, borrachos y casi extasiados, empezaban a recibir las atenciones de la chica de su elección antes de alquilar una de las habitaciones privadas y más íntimas.
Sus hombres, militares hasta la médula, no tardaron en escoger entre las muchas que intentaban, con sus encantos, atraerlos o más bien al oro que pudieran llevar. Kervyl, ya que ése era su nombre, fue más calmado; él no buscaba cualquiera ramera para olvidar las penurias del camino, no. Él buscaba a una en concreto.
Y la encontró. No fue difícil; era una chica alta y atractiva con poco pecho y un rostro cuyos ojos parecían atraer la atención como dos enormes desagües pueden atraer el agua de lluvia y, de hecho, ése parecía el caso pues eran de un azul profundo, casi intimidante, igual que el cabello que parecía querer imitar a una cascada que caía hasta las rodillas de la muchacha.
Cuando la vio estaba agasajando a un gordo cubierto de seda y de orejas enjoyadas. Cuando Kervyl, como le llamaban, se acercó con su capitán y sumó a esto la visión del acero hizo que el hombre que sólo portaba oro y plata captara la idea y decidiera que, al fin y al cabo, podría encontrar una chica mejor. Intercambiaron entre sonrisas forzadas la posición de erguido y sentado ocupando Kervyl, pues ése era su nombre, el lugar junto a la chica la cual, si vio algo malo en el cambio, no lo hizo notar.
—Buenas noches, maese —dijo con una voz que parecía fluir espesa como la brea—. Veo que estáis especialmente interesado en mí.
Movió la cabeza de forma que el azul de su pelo recordó por un momento al mar en tormenta.
—Tal vez sí —respondió él—, o tal vez no.
—No juguéis conmigo —rio ella—, los dos sabemos qué habéis venid a buscar.
Se agachó un poco sobre la mesa para ofrecer una mejor vista de sus pechos. Kervyl, ése era su nombre, se permitió una pequeña carcajada para sí mismo, divertido por la ironía de aquellas palabras.
—Sí —concedió al fin—, ambos lo sabemos. Lo que no sé aún es tu nombre.
—Para vos puedo tener el nombre que más os agrade —replicó ella con una sonrisa felina—. Incluso podéis insultarme cuanto gustéis.
—Sólo quiero el nombre que te dieron tus padres.
—Yhana —claudicó—, ése es mi nombre.
Una sensación cálida empezó a presionar el vientre de Kenvyl ante la proximidad de la victoria. Sin duda era ella, lo sentía en las entrañas.
No pudo resistir más; se la llevó rápidamente a una de las habitaciones para tomarla. Ebrio de incienso y lujuria apenas se dio cuenta de cómo se desnudaban y más tarde sólo recordaría el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel, la redondez de sus pechos entre sus manos y labios y el calor de su vientre que hendió una vez y otra y otra hasta sentir cómo un torrente recorría su cuerpo y quedar dormido.
Yhana soñó aquella noche, soñó los ya familiares sueños de fuego y sangre que parecían haber absorbido y devorado sin clemencia a la mayoría de los recuerdos anteriores de su infancia; recordaba lejanamente quién había sido, pero no deseaba hacerlo.
Ahora era sólo Yhana, la servil prostituta, la señora oculta que gobernaba con el cetro de los deseos ingobernables.
Despertó. Al principio despertaba gritando sudorosa, pero los sueños rutinarios y los clientes la habían endurecido lo suficiente como para superponerse y ahora el sueño no era más que un deber molesto.
Esa mañana fue diferente. Fue al despertar y no en el reino de las ilusiones somnolientas cuando todos los recuerdos la golpearon con la fuerza de una tromba de agua que conseguía escapar del yugo de su presa.
El sobresalto la hizo saltar en la cama y tardó unos minutos en dar crédito a sus ojos. En la almohada, en el lugar que normalmente debería haber ocupado la cabeza del cliente o, al menos, la propina por sus servicios sólo había una flor. Pero de ningún modo una flor corriente; había sido secada y aplastada y el brillante oro de sus estambres contrastaba extrañamente bello con los delicados pétalos de un azul profundo y puro, sin contaminarse por la mezcla con ningún otro color.
Yhana sabía su significado o, al menos, creía saberlo. Terminó de aclararse las ideas y saltó de la cama sin atreverse a tocar la flor que parecía inspirarle el mismo miedo repulsivo que un cadáver.
Tomó la cama por la parte inferior y la movió lo suficiente para que sus ojos encontraran la tabla del suelo provista de un pequeño agujero, el mismo agujero por el que introdujo el delicado meñique para separar la tabla de sus hermanas y alcanzar el hueco del interior.
Recogió con delicadeza la caja labrada que escondía el compartimento, junto a un cuchillo que dejó en el fondo; la abrió con delicadeza y de su interior extrajo, con manos temblorosas, el peor de los presagios. Entre los blancos y finos dedos sostuvo otra flor idéntica a la que ahora reposaba sobre la cama «¿Cómo es posible?», se preguntaba, «Se quemaron todas. Yo lo vi. Yo…». Una repentina voz rompió sus apresurados pensamientos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo la voz—. Dos cadáveres de un lanzazo.
Yhana actuó por acto reflejo; cerró la caja, se puso en pie apretándola contra su pecho y volvió la cara para ver a Kervyl, o así había dicho que se llamaba, apoyado contra el marco de la puerta.
—¿Q-Qué quieres? —titubeó ella con voz entrecortada—. ¿Es tuya esa flor?
El hombre, ya entrado en su cuarta década, le regaló una sonrisa despiadada antes de responderle con voz calmada.
—Sólo quiero completar mi colección y las piezas que me faltan sois tú y esa caja. En cuanto a la flor; sí, huelga decir que es mía.
—¿Colección? —El tono de voz de Yhana crecía reflejando su desasosiego—. ¡¿Qué quieres decir?! ¡¿Qué quieres de mí?!
La sonrisa de aquel hombre no hizo sino acentuarse ante aquella reacción.
—Lo sabes bien o al menos te lo imaginas. Me ha llevado siete años dar contigo, pero la cosa se simplificó cuando di con el viejo capitán que te sacó aquel día de Kadra —Enseñó los dientes en una mueca que intentaba imitar la sonrisa ensangrentada de algún demonio—. Tuve que tirarle de la lengua para que hablara, literalmente, con unas pinzas al rojo.
Yhana sintió una punzada en el corazón; el capitán había sido un hombre leal y valiente arriesgando su vida para salvarla de la masacre.
—Y, en cuanto al comerciante con el que te dejó —continuó él—, bastó el brillo del oro para convencerle de confesar que tras tenerte a su cuidado un par de años decidió venderte a este sitio al comprender que ya no le serías útil.
No sintió lo mismo por aquel gordo que por el capitán; lo único que había mantenido seguro su virgo de las pederastas intenciones de aquel hombre había sido el pensamiento de que querrían recuperarla doncella y aún cuando vio que el único provecho que le podría sacar sería vendiéndola hubo de resistirse una vez más; por una virgen pagaban el doble.
—Así que aquí estamos —prosiguió Kervyl—, siete años después de que el reino de Kadra fuera consumido por las llamas estoy frente a la última miembro de la casa Xel Kadros y legítima heredera de un trozo de roca chamuscada. Al menos —extrajo su espada de la vaina— vale la vida de una ramera.
Yhana dio un paso atrás.
—T-Tienes razón, sólo es un montón de tierra baldía y yo sólo soy una puta, ¿por qué quieres matarme?
La sonrisa seguía pendida de aquel rostro perverso cuando respondió.
—Claro que no eres peligrosa, princesita. Esto es sólo personal. Me faltan dos trofeos, las cabezas de todos los Xel Kadros deben colgar en las costas de la isla o no podré volver a dormir tranquilo, espero que lo entiendas.
El brillo de terror que alumbraba los ojos de zafiro de Yhana tomó más fuerza ante la imagen.
—Porque yo fui quien los mató a todos —Se acercaba a pasos pausados, espada en mano, mientras hablaba—. Aquella noche yo abría las puertas de la fortaleza; yo mismo decapité a tus hermanos, primos, tíos y abuelos; yo vi cómo violaban a tus parientas; yo fui quién lanzó la antorcha que incendió su templo, su fortaleza y el jardín… Su amado jardín azul, de flores del mismo color que sus ojos traidores…
La sonrisa había dejado lugar a una mueca de ira.
—¿Por qué? —consiguió susurrar la chica con el hilo de voz que el shock le había dejado—. ¿Cómo pudiste? ¡¿Quién eres tú?!
—¡¿”¿Por qué?”?! ¡¿”¿Por qué?”?! Yo era el hijo de un rey aliado de Kadra… Nuestro reino se venía abajo y necesitábamos sanear las arcas… Tuve que casarme con la reina de Kadra para que su dote salvase a mi pueblo… Renuncié al nombre de mi familia y me hice llamar Xel Kadros, Rangor Xel Kadros, y durante quince años no fui un marido… Fui un bufón, ¡para ella y toda su maldita corte!
La oscura comprensión que le acarrearon aquellas palabras, que, estaba segura, nunca deseó escuchar; hicieron que tuviera que llevarse la mano a la boca para evitar vomitar por las náuseas mientras con la otra abrazaba la caja con más fuerza, era lo único que no le daba vueltas. Sabía quién era y lo que había hecho.
—Vamos, hijita —dijo ahora Rangor, pues ése sí era su verdadero nombre, ahora acercándose más rápidamente al fruto de su desgraciado matrimonio—, ven con tu papá y dale esa cajita.
Yhana empezó a recular, pero acabó topándose con la pared, lo que hizo que su padre, creyéndola acorralada, se lanzara sobre ella.
Logró esquivar el golpe homicida de la espada lanzándose a su izquierda sobre la cama, pero la caja se resbaló de su brazo cayendo al suelo, abriéndose y dejando escapar rodando su contenido.
Al verlo, Rangor soltó una carcajada cargada de una clara locura.
—Hola, Kesha, cuánto tiempo…
La cabeza embalsamada de su esposa y madre de sus hijos le observaba con ojos muertos y cerrados desde el suelo con una expresión mucho más serena que la de él.
—Te conservas bien, hicieron un buen trabajo contigo.
Volvió a reír con fuerza por su propia ocurrencia.
Yhana observaba desde la cama la improvisada y atípica reunión familiar sin saber qué hacer.
—No te preocupes —tranquilizó Rangor a la cabeza—, pronto te reunirás con tu familia y ni siquiera tendrás que despedirte de tu hijita. Ten sólo un poco de paciencia, es lo bueno de morir, te cancelan todos los compromisos.
Fueron las últimas palabras que pronunció ates de escupir sangre y caer muerto. Un pequeño puñal sobresalía de su nuca.
Yhana, con las manos ensangrentadas, guardó la cabeza de su madre en la caja y huyó por la ventana dejando allí a su padre y las dos flores de las cuales ahora una era roja.

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