8/4/10

Inés

Inés caminaba sola en la ciudad de noche, peinada para salir, maquillada con cuidado y llevando un corto vestido azul que había combinado con los zapatos y el bolso. Y aún así no estaba especialmente guapa; sólo era mona, del montón. Y ella lo sabía.
Los edificios que la bordeaban parecían querer echarse sobre ella, aplastarla como a un insecto hasta que quedara aún menos de lo que ya había. Porque ella había interiorizado que no era nadie, poco más que una pieza de un aburrido engranaje, el tipo de gente que está ahí para que las demás resalten.
Mirara donde mirara sólo podía ver que la gente tenía una vida mucho más interesante que la suya. En la calle sólo veía chicas guapas, rubias con más tetas que ella, hombres que nunca se fijarían en ella, triunfadores, vividores… Y en medio de todo eso Inés. ¿Qué era ella?
Su aburrida familia vivía en un pueblo aburrido. Ella vivía sola en la aburrida caja de zapatos que le servía como apartamento; no tenía novio, no tenía perro, no tenía amigos… Y lo peor era su aburrido trabajo: monótono y mortalmente aburrido, cada día lo mismo una vez y otra y otra y otra sin posibilidad de avanzar por muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba nadie a fijarse en ella?
Sólo salir por las noches la animaba. Cada vez a un sitio distinto y con diferente intervalo de tiempo… Aunque últimamente cada vez las necesitaba con más urgencia.
Iba a cualquier local y buscaba a un chico. No quería a cualquier chico; sólo si eran menudos o gordos y especialmente ambas cosas. No es que la atrajeran especialmente, pero era necesario. Igual que el que fueran confiados y estuvieran lo bastante calientes como para seguirla como perritos falderos.
Los conducía con zalamerías hasta un parque o un cuarto de baño o cualquier sitio donde estuviese segura de que no podían verlos. Entonces, cuando le daban la espalda esperando otros favores, sacaba una bolsa de plástico de su bolso que había escogido antes de salir especialmente para eso, se la echaba sobre la cabeza y comenzaba a asfixiarlos. Por eso los buscaba principalmente por la poca resistencia que pudieran ofrecer y hasta ahora siempre había acertado.
Se pasaba delante de ellos y les miraba a sus ojos aterrados y anhelantes. Era mirando aquellos ojos cuando se sentía como una diosa, señora de la vida y de la muerte. En la mente de aquel desdichado sólo existían ella y su bolsa. Mirando aquellos ojos desesperados en lugares de los que la gente común renegaba creaba un pequeño universo; y sólo ella estaba en el centro.
Eso la excitaba más de lo que podía resistir. Cuando aún seguía vivo, pero débil, sacaba el pene del moribundo, a menudo erecto por la proximidad de la muerte y le masturbaba mientras moría. Muchas veces conseguían eyacular antes de morir como un último intento de salvar su semilla. Entonces Inés sentía realmente la satisfacción del trabajo cumplido y su sexo se inflamaba aún más.
Al acabar recogía la bolsa y se iba sin más, sin siquiera limpiarse el semen que pudiera haberle caído. Cuando llegaba a casa se masturbaba el resto de la noche hasta dormirse de agotamiento.
Y pasaba los días entre salida y salida recordando los ojos de todas sus víctimas en la cama, la bañera, mientras cocinaba, en el salón viendo la televisión… Y ésa era otra de sus fuentes de placer; se regocijaba oyéndose nombrar en las noticias de Antena 3 o leyéndose en la prensa y seguía masturbándose mientras lo hacía. Adoraba correrse cuando oía su nombre “artístico”: el asesino del plástico.
Y aún la excitaba más oír a sus compañeros de trabajo comentar sus actos en charlas casuales en la cafetería y no podía reprimir la necesidad de encerrarse en el baño. Eso empezaba a extrañarles, pero no importaba; esa noche el asesino del plástico se cobraría un alma más y en su pequeño paraíso ninguna otra cosa importaría. Ninguna.
Una gota cayó sobre su nariz. Y luego otra y otra. En pocos momentos la lluvia se hizo más fuerte y la gente corrió en la calle hacia lugar seguro. Inés encontró refugio en una calleja lateral, bajo el toldo de una tienda. Se encontró con las mejillas ennegrecidas por el rímel mojado.
Unas pocas lágrimas se juntaron a las gotas que atravesaban su cara estropeando el maquillaje y peinado; de esa guisa es noche no habría placer y tendría que esperar más…
Su mano se movió inconscientemente a su falda mojada y pegada a los muslos. Intentaba contenerse, pero su libido le reprochaba una lluvia que ella no había provocado y le exigía…
—Hola, Inés.
Paró. ¿Quién estaba ahí? ¿Cómo sabía su nombre?
—Te estábamos esperando, has sido mala.
Se giró y vio a un niño de unos once años, rubio, sonriente y con una mochila de colegio a la espalda. Y tras él una sombra más profunda que las sombras de la calleja, recortada contra las luces que llegaban de la avenida.
La sombra se movió.
En unos instantes sombras fue lo único que el asesino del plástico, Inés o la minucia que siempre fue, ya sólo vio sombras.

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