25/4/10

Sir Gelhar

Los dos ancianos dragones que custodiaban la entrada le habían cogido por sorpresa… O casi. Había sido buena idea enviar ante él a uno de sus pajes para comprobar si la senda era segura; esas dos estatuas no le habían dado buena espina y resultaron ser un camuflaje idóneo.
—Milord —le susurró otro de sus humildes servidores, Wall, con temor al agudo oído de las bestias—, deberíamos huir. Nos achicharrarán como han hecho con el joven Osfrid.
—¿Desde cuándo un caballero consiente el miedo en sí mismo o en quienes le rodean? —le replicó sir Gelhar, Señor de Hightower y leal servidor del rey.
Wall se estremeció por el castigo que podría acarrear su audacia y porque el alto tono que el noble empleaba podría atraer a las criaturas. Un caballero nunca susurra, un caballero no tiene por qué esconderse.
—¡Cómo se hace patente vuestro vil origen! —gritó el caballero a los tres seguidores, masas de carne atemorizada, que aún le quedaban—. Quedaos aquí si gustáis, pero yo he de batirme con esos engendros de Satán. Rezad.
Se levantó ajustándose las piezas de la armadura y tomando sus armas.
—¡Milord! —exclamó Wall ya sin miedo a los dragones que sin duda ya se habrían percatado de que ciento cincuenta quilos de caballero, armadura y armamento pesado se dirigían hacia ellos.
Sir Gelhar no le escuchaba, invocaba los auspicios divinos para que le dieran su favor. Por sus venas hervía sangre fanática. Sangre de la que había derramado litros y litros como penitencia. Un par de lagartijas no iban a detener a un paladín de Dios.
Se plantó frente a las bestias que flanqueaban las monumentales puertas de la cámara contigua. Cuatro pares de ojos le estudiaron. Sir Gelhar sólo tenía un ojo para cada uno, pero su mirada era tan penetrante que podría empujar a un hombre débil al suicidio instantáneo.
Y entonces gritó. Gritó hasta casi rajarse la garganta.
—¡Por el rey! ¡Por Camelot! ¡Por Dios!
Y la última palabra resonó tan fuerte que el fuerte sonido de su bláster apenas pudo acallarla.
Una ráfaga de proyectiles de energía golpearon al dragón de su derecha. El animal había esquivado la mayoría, pero uno había logrado alcanzarlo en la serpentina cabeza, cegándolo.
El izquierdo había tenido mejor suerte. Escupió una potente ráfaga de fuego azul que sir Gelhar esquivó con un salto y una veloz carrera. Su traje de enormes placas metálicas producía un ligero campo antigravitatorio que hacían al portador ligero como una pluma… Y las potentes bombas hidráulicas que incorporaba podían convertir el puñetazo más desganado al equivalente de un cañonazo.
Esto mismo lo comprobó de cerca la criatura de cuatro metros que había disparado, cuando recibió un golpe de doscientos treinta quilos de presión que atravesó su potente coraza escamosa. Si en ese momento pensó que ya no podía ir a peor probablemente debió entonar un mea culpa cuando sintió que su cegado compañero se le echaba encima sin saberlo y que tenía sobre él a un loco que le acribillaba con un bláster gritando el Credo en latín.
Credo in unum Deum Patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae!
Normalmente sus escamas le restarían la mayor fuerza a este tipo de envites, pero el involuntario placaje de su colega le había puesto en una posición peliaguda, con las patas alzadas y el débil vientre descubierto. Sólo fue cuestión de tiempo que encontrase su corazón.
Y mientras éste expiraba, el otro —o más correctamente la otra, al estar hablando de una hembra— aún se retorcía intentando alcanzar con la ágil cola al pequeño humano sin atreverse a escupir por miedo a dañar a su compañero.
Sir Gelhar desactivó el seguro de una granada de plasma y empezó a contar.
Cinco.
Se colocó a un costado de la dragona y disparó una ráfaga a su costado, picándola como a un toro en la lidia.
Cuatro.
Su contrincante se volvió hacia su dirección, frenética, pero el noble ya no estaba.
Tres.
Sir Gelhar volvió a dispararle, esta vez a la cabeza.
Dos.
Tal fue la furia de la criatura que abrió ampliamente sus fauces, llevada por la ira, y empezó a cargar una fuerte llamarada de metano incandescente.
Uno.
Sir Gelhar, adelantándose a este movimiento lanzó la granada con la ayuda de su potente brazo hidráulico, alcanzando una velocidad extrema.
Cero.
La granada, recorrido el tramo que la separaba de la boca de la dragona, se internó todavía más por su cuello y estalló antes de que saliese la llamarada.
Trozos de dragón llovieron por la sala.
Sir Gelhar se tomó un respiro. Sus humildes servidores lo miraron atónitos, era su primer día.
A los últimos los había perdido en una incursión a un planeta dominado por una irascible tribu de ogros, una lástima. Por fortuna había encontrado sustitutos aceptables antes de embarcarse en la búsqueda de reliquias en ese planeta húmedo y lleno de vegetación. Días de búsqueda intensiva con radares y cazas le habían conducido hasta esa cueva y lo que ocultaba. Llevaba años buscándolo.
Cargó su bláster, abrió de un disparo las puertas y las franqueó.

17/4/10

Nada más

¡Dios ha muerto! ¿Y cuándo estuvo vivo? Escúchame y despierta: destruye el becerro dorado que fundiste. ¿Qué es sino frío metal? Sólo se calienta con tu llama y, si acaso lo viste moverse, no fueron más que sombras engañosas y nada más. ¿Alguna vez le has oído hablar de verdad o siquiera mugir? Las bellas palabras surgen de bocas humanas y nada más. ¡Los ídolos están huecos y en ellos sólo resuena el eco de las palabras que les das! Derriba el fetiche que nada de divino tiene, ni nada te dio, ni nada te dará y ama lo que hay y lo que está. Nada más.

Piensa en las personas que idolatras y decide si lo merecen o son becerros, sombras y nada más.

13/4/10

Cabalga

Muy lejos, donde jamás hoyó hijo de Adán, un hombre cabalga. Las lágrimas se han secado en sus ojos y ya sólo cabalga. Cabalga sobre el mar enbravecido, salvando olas altas como montañas. Cabalga por un llamado que no pudo desoír más. Mil heridas aún sin cerrar cubren su rostro y sus brazos y su pecho, y aunque la sal le escuce hasta los huesos, sin cesar cabalga. E incita al caballo, insistente, le golpea de plano con una espada negra como la noche, una espada sin empuñadura que hiende su mano tiñendo el mar y el cielo de furioso rojo. PEro el hombre ya no siente el dolor porque infinitas gotas de sangre manan de los infinitos dedos de infinitos hombres sobre infinitos caballos cabalgando por infinitos mares hacia tu voz, tu voz que ya no podrá volver a ser ignorada... Jamás.

8/4/10

Inés

Inés caminaba sola en la ciudad de noche, peinada para salir, maquillada con cuidado y llevando un corto vestido azul que había combinado con los zapatos y el bolso. Y aún así no estaba especialmente guapa; sólo era mona, del montón. Y ella lo sabía.
Los edificios que la bordeaban parecían querer echarse sobre ella, aplastarla como a un insecto hasta que quedara aún menos de lo que ya había. Porque ella había interiorizado que no era nadie, poco más que una pieza de un aburrido engranaje, el tipo de gente que está ahí para que las demás resalten.
Mirara donde mirara sólo podía ver que la gente tenía una vida mucho más interesante que la suya. En la calle sólo veía chicas guapas, rubias con más tetas que ella, hombres que nunca se fijarían en ella, triunfadores, vividores… Y en medio de todo eso Inés. ¿Qué era ella?
Su aburrida familia vivía en un pueblo aburrido. Ella vivía sola en la aburrida caja de zapatos que le servía como apartamento; no tenía novio, no tenía perro, no tenía amigos… Y lo peor era su aburrido trabajo: monótono y mortalmente aburrido, cada día lo mismo una vez y otra y otra y otra sin posibilidad de avanzar por muy bien que lo hiciera. ¿Por qué iba nadie a fijarse en ella?
Sólo salir por las noches la animaba. Cada vez a un sitio distinto y con diferente intervalo de tiempo… Aunque últimamente cada vez las necesitaba con más urgencia.
Iba a cualquier local y buscaba a un chico. No quería a cualquier chico; sólo si eran menudos o gordos y especialmente ambas cosas. No es que la atrajeran especialmente, pero era necesario. Igual que el que fueran confiados y estuvieran lo bastante calientes como para seguirla como perritos falderos.
Los conducía con zalamerías hasta un parque o un cuarto de baño o cualquier sitio donde estuviese segura de que no podían verlos. Entonces, cuando le daban la espalda esperando otros favores, sacaba una bolsa de plástico de su bolso que había escogido antes de salir especialmente para eso, se la echaba sobre la cabeza y comenzaba a asfixiarlos. Por eso los buscaba principalmente por la poca resistencia que pudieran ofrecer y hasta ahora siempre había acertado.
Se pasaba delante de ellos y les miraba a sus ojos aterrados y anhelantes. Era mirando aquellos ojos cuando se sentía como una diosa, señora de la vida y de la muerte. En la mente de aquel desdichado sólo existían ella y su bolsa. Mirando aquellos ojos desesperados en lugares de los que la gente común renegaba creaba un pequeño universo; y sólo ella estaba en el centro.
Eso la excitaba más de lo que podía resistir. Cuando aún seguía vivo, pero débil, sacaba el pene del moribundo, a menudo erecto por la proximidad de la muerte y le masturbaba mientras moría. Muchas veces conseguían eyacular antes de morir como un último intento de salvar su semilla. Entonces Inés sentía realmente la satisfacción del trabajo cumplido y su sexo se inflamaba aún más.
Al acabar recogía la bolsa y se iba sin más, sin siquiera limpiarse el semen que pudiera haberle caído. Cuando llegaba a casa se masturbaba el resto de la noche hasta dormirse de agotamiento.
Y pasaba los días entre salida y salida recordando los ojos de todas sus víctimas en la cama, la bañera, mientras cocinaba, en el salón viendo la televisión… Y ésa era otra de sus fuentes de placer; se regocijaba oyéndose nombrar en las noticias de Antena 3 o leyéndose en la prensa y seguía masturbándose mientras lo hacía. Adoraba correrse cuando oía su nombre “artístico”: el asesino del plástico.
Y aún la excitaba más oír a sus compañeros de trabajo comentar sus actos en charlas casuales en la cafetería y no podía reprimir la necesidad de encerrarse en el baño. Eso empezaba a extrañarles, pero no importaba; esa noche el asesino del plástico se cobraría un alma más y en su pequeño paraíso ninguna otra cosa importaría. Ninguna.
Una gota cayó sobre su nariz. Y luego otra y otra. En pocos momentos la lluvia se hizo más fuerte y la gente corrió en la calle hacia lugar seguro. Inés encontró refugio en una calleja lateral, bajo el toldo de una tienda. Se encontró con las mejillas ennegrecidas por el rímel mojado.
Unas pocas lágrimas se juntaron a las gotas que atravesaban su cara estropeando el maquillaje y peinado; de esa guisa es noche no habría placer y tendría que esperar más…
Su mano se movió inconscientemente a su falda mojada y pegada a los muslos. Intentaba contenerse, pero su libido le reprochaba una lluvia que ella no había provocado y le exigía…
—Hola, Inés.
Paró. ¿Quién estaba ahí? ¿Cómo sabía su nombre?
—Te estábamos esperando, has sido mala.
Se giró y vio a un niño de unos once años, rubio, sonriente y con una mochila de colegio a la espalda. Y tras él una sombra más profunda que las sombras de la calleja, recortada contra las luces que llegaban de la avenida.
La sombra se movió.
En unos instantes sombras fue lo único que el asesino del plástico, Inés o la minucia que siempre fue, ya sólo vio sombras.