Las luces de la tienda rasgan las sombras.
Notas de organillo emergen con esfuerzo al ritmo monótono de un ruún-ruún mecánico.
Enmarcado
entre rodillas nudosas y pantorrillas peludas un hombre enjuto goza con
singular regocijo de su simulacro de viaje en avión, por el que ha
pagado dos monedas como dos ojos. Si nariz afilada y protuberante
describe, con su punta de veleta, arcos con cadencia suave.
«¡Oiga!»,
sale el tendero. «Eso es para los niños, ¿sab«¿y qué?». Que es usted ya
un hombre hecho y dere«soy un niño por dentro, señor». No me venga con
cuentos, baje que lo va a rom«no me gusta su cara. Huele mal». No le
consiento que me hable de e«discúlpeme». Bueno, está bien, pero bájese
de un«de acuerdo, de acuerdo. Lo siento mucho. Tenga esto y perdóneme».
...gracias».
Al abrir el sobre, las luces dan mil colores a la nube de polvo que de él sale disparada.
La
tos del tendero da ritmo a los pasos del niño que se alejan mientras su
dueño ríe y grita «¡traga ántrax!» sin que puedan sus pantalones cortos
evitar que se moje las piernas al atropellar un charco.
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