28/3/09

Luna creciente

En un vértice la luna creciente, como una sonrisa burlona, observaba la costa de un mundo perdido que ella misma iluminaba tenuemente y donde, al margen del suave oleaje, otros sonidos alteraban la paz de aquella isla.
Entre las rocas que el mar se afanaba, lento, pero paciente, en desgastar, la luna hubiera podido ver un círculo de once antorchas que ardían con fuerza antinatural, pero lo que más hubiera llamado la atención a un observador humano era que el fuego era verde como la hierba de un prado.
En el centro de aquel círculo había una improvisada estructura de madera. Su forma era difícilmente definible con todos aquellos tablones clavados y entrelazados siguiendo un patrón aparentemente ilógico y aleatorio. Este amasijo se alzaba tres metros sobre el suelo, poseía todo tipo de abalorios y adornos colgados de sus salientes y estaba coronado por una daga que apuntaba hacia el cielo y parecía otear el mar, esperando.
Otras dos figuras contenía el círculo. Una de ellas estaba cerca del borde, entre dos de las antorchas verdáceas y entonaba una lenta salmodia entre dientes usando un idioma incompresible que parecía ofender al oído no acostumbrado a tantos sonidos guturales. La otra permanecía en silencio, sentado con las piernas cruzadas y mirando fijamente al amasijo de madera que tenía justo enfrente mientras mantenía las palmas de sus manos abiertas hacia arriba y apoyadas en las rodillas.
Cuando la canción del primero llegó a su punto de mayor intensidad las manos del segundo parecieron contraerse por acto reflejo, sus dedos se convirtieron en garras y gritó mientras fuego verde emanaba de sus ojos sin cesar y formaba una espiral alrededor del amorfo tótem del centro. Pronto la figura sentada no pudo resistir el impulso y gritó tan alto que el propio mar pareció estremecerse.

En otro vértice la luna también dirigía su furtiva mirada, pero esta vez a través de una ventana con la que formaba un estrecho y tenue rayo que se hacía rey de la oscuridad que cubría la habitación.
Sin embargo no era oscuridad corriente. Era más oscura que la oscuridad común, si es que eso es posible, y parecía moverse. En efecto, parecía moverse, pero no con un movimiento errático y sin orden; en realidad giraba alrededor de un punto concreto. Y, en ese punto, se erguía otra figura, pero ésta no estaba hecha de oscuridad.
Una alto hombre, oculto en tinieblas, se encontraba sentado en una alta silla cercana a la forma de un trono, con uno de sus codos apoyados en reposabrazos y, sobre el puño de éste, la mejilla. Trozos de oscuridad se le acercaban como tentáculos o lenguas intentando tocarle, pero él los disipaba con su mano libre. Tenía los ojos cerrados y parecía concentrarse.
De pronto sus ojos se abrieron y pareció saltar de su asiento. Se puso de pie con la rapidez del brinco, hizo entrechocar las palmas para encender las antorchas de la sala, desterrando las sombras, y llamó en voz alta a sus ayudantes.

Y, en el último vértice, la luna no veía nada. Nada salvo un pequeño bosque de pinos en el que no se percibía ningún movimiento inusual. O al menos no se percibió hasta que el aire se llenó de un fuerte a olor a acre característico del ozono y dos figuras aparecieron en el claro como si siempre hubiesen estado allí.
Pararon un momento y miraron a su alrededor. Una vez se hubieron orientado por las estrellas, la más alta de ellas, cubierta con una capa, echó a andar.
—Vamos, Argos —dijo.
Y la figura más pequeña, de cuatro patas, le siguió a paso vivo.

El triángulo se había cerrado.

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