3/10/09

El cazador

El cazador, con una armadura tan gruesa y pesada que daba la impresión de que ningún hombre podría vestirla, se recortó en la puerta del templo que él mismo había abierto de una patada con el cabello oscuro flotando e intentando confundirse con la noche mientras sostenía una larga lanza que completaba el cuadro junto con su rostro, de expresiones y arrugas profundas como precipicios que rodeaban dos ojos tan coléricos que la paradoja inmanente del universo casi hacía que uno pudiese sentirse seguro mirándolos.
¿Qué miraban aquellos ojos? ¿Qué los inundaba de aquella ira que llegaba más allá de lo puramente animal? Mi señor me perdonará por describir aquella escena. El templo consistía en una gran nave rectangular cuyo lado vertical era cuatro veces mayor que el horizontal. En uno de esos lados horizontales se hallaban las enormes puertas de madera que cerraban el recinto mientras que en el opuesto, al fondo, bajo la estatua de un dios cuyo nombre ya nadie recuerda, estaba el altar mayor y a los pies de éste el que con toda seguridad era el sacerdote ataviado con una túnica roja y tocado con un pequeño gorro redondo, muerto, con el pecho desgarrado. Y no era el único, oh señor, en el espacio que separaba aquel abierto sanctasanctórum de la puerta había montones de banquetas de madera, tal vez para llegar a albergar a un centenar de personas. Y de hecho las albergaban, todas muertas y terriblemente mutiladas al igual que su también difunto líder. La sangre de la brutal carnicería salpicaba desigualmente el suelo, las paredes, las imágenes de las paredes e incluso el techo… La mayoría de los cadáveres permanecían sentados, en la misma posición en la que segundos antes se regocijaban en el culto; otros, los menos, parecían haber hecho ademán de alzarse y correr hacia la puerta, pero era evidente que les había sido inútil. Todo había acontecido demasiado rápido.
Pero no era aquello lo que reclamaba casi toda la atención de aquellos ojos rabiosos, aquellos ojos fijos e inquebrantables. Un hombre, señor, o lo que en otro tiempo fue un hombre se alzaba de pie frente al altar, mirando inexpresivo hacia la puerta. Sus brazos estaban manchados de sangre desde la mano hasta el codo al igual que salpicaduras rojas lo cubrían a todo él apenas dejando translucir que otrora sus ropas fueron de un respetuoso negro. Su rostro estaba desencajado en una expresión de agonía y hacía bruscos movimientos como si cada pequeño gesto le costara un esfuerzo atroz; en ocasiones incluso corregía de golpe sus propios movimientos en la dirección contraria.
No obstante cuando aquella demente réplica de hombre se fijó en el cazador sus músculos, de repente antinaturalmente hinchados, se tensaron con indecible fuerza y velocidad y le dieron el impulso para lanzarse en una velocísima carrera hacia la que quizá fuera su próxima víctima.
El cazador también movió ficha; mientras la criatura, que por sus ropas algún día fue otro de los fieles, se lanzaba sobre él, tomó su lanza se colocó de perfil con un pie adelantado y extendiendo tanto el brazo con el que sujetaba la lanza que la punta se encontraba a la altura de su cara esperó escasos momentos a que su blanco entrara en el alcance de su arma. En ese momento, a pesar del peso de la barra y del indecible estorbo de la coraza, flexionó y volvió a estirar con una fuerza inaudita su brazo, su pierna y su espalda para lanzar la lanza convertida en jabalina hacia aquel ser.
Éste, atareado en su frenética carrera, no fue capaz de esquivar el proyectil que fue a clavarse en su vientre hasta la mitad. No sobra decir que en el centro aquella lanza tenía una especie de empuñadura que facilitaba lanzarla y usarla en combate lo que impidió que se clavara más en el estómago de la criatura. No obstante la increíble fuerza con del lanzamiento contrarrestó la carrera y empujó a lo que quedaba del hombre varios metros hacia atrás antes de clavarse en el suelo y dejarlo empalado en el centro del pasillo.
El ser humanoide dio un último rictus y quedó inerte con la espalda antinaturalmente doblada sobre la lanza. No obstante el cazador conocía a esos entes y sin dudarlo desenfundó una ancha espada que llevaba a la espalda tan grande que sin duda hacía juego con su armadura y esperó. Esperó, pero no demasiado, pues pronto la figura volvió a cobrar vida y, partiendo la lanza, se liberó. El segundo ombligo que le había hecho y la cuantiosa pérdida de sangre que de éste se derivaba no parecían importarle lo más mínimo. Volvió a erguirse y sin dar tregua se lanzó de nuevo contra el cazador, que en esta ocasión estaba mucho más cerca.
Se habla de juegos arcaicos en los que un hombre, usando algún tipo de palo, debía golpear una pelota lanzada por un contrario lanzándola lo más lejos posible. Sin duda podrían resultar un gran ejemplo para describir cómo el cazador se apartó del camino del ser en el último momento y, describiendo una trayectoria circular y horizontal con la espada, cercenó su cuello separando cabeza y torso que salieron despedidos en direcciones distintas. La cabeza salió hacia las gradas, rebotó en una y, aún inspirada por una fuerza inconcebible, volvió a lanzarse contra el cazador dispuesto a matarlo aunque para ello tuviera que hacerlo a mordiscos. El cazador, aprovechando la inercia del golpe anterior, lanzó un contra-golpe que dividió la cabeza en dos a la altura de la boca y la mandíbula.
El cazador, una vez recuperado el control de su espada, se giró rápidamente y se dirigió impasible hacia el cuerpo descabezado que ya estaba intentando erguirse por sí mismo y, mientras aún estaba bocabajo —en el caso de que hubiera tenido boca— y alzándose torpemente con los brazos, le clavó la hoja en la espalda atravesándole el corazón por detrás. Tanto el cuerpo como los trozos de la cabeza quedaron por fin inertes y muertos.
▼▼▼
El nutrido grupo de aldeanos, armados con lo primero que habían logrado encontrar, había llegado hasta el templo alertado por un chico que por no estar en el oficio en aquel momento había escapado de la matanza y logrado llegar al pueblo vecino. Allí encontraron el mismo espectáculo que hallara el cazador: los cuerpos desmembrados, la sangre que lo bañaba todo y, muy cerca de la puerta, un cuerpo sin cabeza, atravesado por una descomunal espada clavada en el suelo en el centro de un círculo con símbolos extraños pintados en tiza en el suelo. Y, tras él, al un hombre ataviado con una impensable coraza que llevaba media cabeza en la mano cogida del pelo.
«¡Demonio! ¡Demonio!» y «¡Matadle!» gritaban los aldeanos que se lanzaban sobre él.
Lo último que jamás le oyeron decir antes de que fuera despedazado por la muchedumbre fue:
«¡Ni él ni yo somos demonios!» «¡Era un ángel!»

No hay comentarios :

Publicar un comentario

¡Vamos, tí@, ya te queda menos para conseguir dejar un comento!