19/7/12

La Reina en el espejo

La Reina terminaba sus labores al anochecer, tomaba un baño y se retiraba a sus aposentos para mirarse en el espejo.

Esperaba que este le mostrase su rostro aún bello a pesar de los años y la reconfortara con la visión de la belleza serena que trae la edad. Pero lo único que odía ver en él era el rostro de su hija Blancanieves.

La odiaba por su belleza, por su juventud, por su rostro que encendía la envidia de los ángeles, por su cuerpo perfecto de dieciséis años. La odiaba porque la amaba. Amaba la encarnación de la perfección que había concebido, deseaba beber de sus labios hechos para besar, unirse a su cuerpo hecho para amar. Pero no podía.

Y eso la atormentaba todos los días. Su aroma de azucena salpicaba cada rincón del castillo y la torturaba. En sus sueños solo había dolor y cárceles que la alejaban de Blancanieves.

Al fin determinó matarla. Y así esperaba poder escapar de su prisión de amor.

Hizo llamar a su mejor Cazador. Era alto y fuerte, con todo el cuerpo cubierto de un vello oscuro e hirsuto, que le daba más apariencia de bestia que de hombre. Soltó un gañido de sumisión y se dejó caer sobre una rodilla haciendo temblar la sala. Se ponía a los pies de su reina, que se servía de él para sus más infames mandatos. Aquel ser apenas conservaba un ápice de humanidad de modo que cuando le pidió el corazón de Blancanieves, él no dijo nada y se marchó en silencio.

Blancanievs se había internado en los bosques que rodeaban el castillo huyendo del horroroso hombre que la perseguía. Las ramas rasgaban sus vestidos y su delicada piel; intentaban retenerla agarrándola de los cabellos y ponían raíces en el camino de sus delicados pies para hacerla tropezar. Pero todo lo que podía hacer ella era correr. No podía luchar contra aquel hombre, ni siquiera pedir auxilio podía, ya que había nacido muda.

El Cazador le ganaba terreno paso a paso, no tenía prisa. El bosque era su lugar, la chica no tendría a dónde esconderse.

La tomó de la cintura y la arrojó a la alfombra de hojas. Se echó sobre ella para evitar que escapase y sacó su gran cuchillo, pero entonces no pudo usarlo.

Los ojos negros de Blancanieves, su cuerpo rígido por el temor no lo habían conmovido; solo aquel aroma de azucenas que manaba de su cuerpo y que, sin ser invitado, se había colocado en el espíritu del Cazador y no le dejaría matarla.

La dejó ir y le dijo dónde podrí refugiarse. Ella lo miró entre confusa y agradecida y se alejó a la carrera como la corza herida.

El Cazador salía del bosque de vuelta al castillo cuando en una suave colina vio a una muchacha tomando el sol con un vestido blanco. Se abalanzó sobre ella y tiñó la tela de rojo con la sangre que primero surgió de su virgo y después de su corrazón arrancado. Ahora tenía algo que entregar a la Reina.

Blancanieves a duras penas atravesó el bosque y alcanzó el claro que el Cazador le había indicado, en el crepúsculo. En él había una rudimentaria cabaña de troncos a oscuras. Blancanieves se acercó a la tosca puerta y golpeó con su manita una vez. Dos veces. Tres. Y no hubo respuesta del interior.

Se armó de valor y empujó la puerta, que no estaba cerrada. Espió por la pequeña abertura que había creado y vio una única sala prácticamente vacía. Lo único que logró distinguir fue un bulto en una esquina que se agitaba desacompasadamente; la aterró creer oír un gruñido. Se atrevió a subir más la puerta para poder distinguir algo con la suave luz del sol languideciente. Y entonces vio ropa y carne en el bulto, carne asustada a la que no le gustaba la claridad.

El miedo de Blancanieves no pasó del todo, pero se le añadió una profunda compasión. Entró, cerró la puerta y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Entonces pudo verlos: eran siete pequeños seres deformes que se ocultaban allí de la ira del mundo. Estaban tanto o más asustados que Blancanieves, pero ella se acercó despacio y les mostró que no quería hacerles daño. Todos se tranquilizaron.

No pudo explicarles cómo ni por qué había llegado hasta allí, lo cual en realidad fue de ayuda pues los enanos, sabiendo que era muda, la tomaron por una desdichada como ellos y la dejaron quedarse.

La cabaña olía cada vez más a azucenas a medida que Blancanieves vivía allí y se acotumbraba al lugar. Los enanos temían la luz por lo que dormían durante el día y solo salían de noche a buscar comida mientras ella cuidaba la casa.

La Reina, que había guardado el corazón impostor en un cofre de oro como su mayor tesoro, ya tenía por muerta a Blancanieves, pero eso no la consolaba. Seguía oliendo las azucenas, aunque más lejanas,  algo en su corazón de madre, en lo más hondo, le decía que su hija estaba viva.

Un día no resistió. Se disfrazó y preparó filtros para cambiar su propio cuerpo, convirtiéndose de nuevo en una joven de curvas infinitas. Pintó sus labios con un carmín más rojo que el fuego que ella mísma había preparado y partió, dejándose llevar por su olfato.

Siguiendo el rastro salió del castillo, pasó junto a los huesos sin enterrar de la víctima del Cazador, se internó en el bosque y llegó al anochecer a la cabaña del claro, cuando los enanos ya habían salido y Blancanieves estaba sola cosiendo... Pero detuvo su labor cuando oyó llamar a la puerta.

Al abrir, la princesa se encontró con otra chica desnuda, cuya belleza competía con la suya. Su piel brillaba reflejando la claridad de la luna y su cabello rojo caía por su espalda; pero lo que más atrajo a Blancanieves fue que olíaa rosas.

Ninguna de las dos habló, una porque no podía y otra por no revelar su identidad, pero no hizo falta. No pudieron resistir sus mutuos aromas que se entremezclaron en un baile de fragancias durante toda la noche.

Cuando los enanos llegaron cerca del amanecer, todo el claro olía como debían oler los ángeles, de una forma tan placentera que había arrebatado la voz a los pájaros. Pero al entrar a la cabaña encontraron a Blancanieves desnuda y muerta, envenenada por el carmín de la Reina en un beso traidor que había consumado al tiempo sus deseos de amor y muerte.

El Príncipe estaba preocupado pro su hermana Blancanieves. Desde que desapareció hacía días no tenía otra ocupación que batir el bosque en su busca, día y noche, a lomos de su poderoso corcel. Y fue una noche cuando la encontró muerta sobre una tosca pira. Siete seres deformes estaban a su alrededor.

Él, nublado por el pesar, sacó su espada tan brillante que cegó a las criaturas. Intentaron huir, pero els dio caza a todas y segó sus vidas en el lugar donde estaba la pira. Su sangre salpicó en todas direcciones, manchándolo totalmente a él y al cuerpo de su hermana.

La última gota de sangre del último enano resbaló por la hoja de la espada del Príncipe mientras lo remataba y salió disparada hasta la boca de Blancanieves, se filtró por sus labios pálidos y por primera vez, demasiado tarde, habló.

«Fue la reina. Eran inocentes».

No hubo forma de que el Príncipe no la creyera. De su boca surgió un fuerte aroma a rosas que no le permitió dudar. Miró sus manos llenas de sangre inocente y enloqueció.

Su figura se recortaba contra el bosque que él mismo había puesto en llamas. Se dirigió directo al castillo y luego a los aposentos de su madre, que se miraba en su espejo de mano y sonreía con verdadera alegría por primera vez desde hacía años. Pero en el reflejo vio el rostro de su hijo, sin juicio y cubierto de sangre.

Solo alcanzó a ponersede pie antes de que la espada le atravesase el pecho. Ambos caminaron como en una danza macabra guiada por el Príncipe hasta el ventanal que dominaba la habitación y saltaron.

Ese día amaneció rojo.

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