30/8/12

El castillo del saber

 Relato ideado a partir de elementos aleatorios de esta página.

Iván sostuvo entre sus manos el diamante del averno. A pesar de que lo llamaran diamante ni siquiera era una gema, pues era basto y no tenía brillo. Estaba tibio al tacto, como si se hubiese pasado horas al sol en verano. Pero no había sido así, porque el corazón del castillo del saber era frío y oscuro.

Era casi tan frío y oscuro como el monasterio al que habían vendido a Iván en cuanto supo mantenerse en pie. Porque su madre no lo quería, era un monstruo. Los monjes lo sabían y aun así lo aceptaron como uno de los suyos. Iván se engañaba pensando que lo habían hecho por caridad, porque realmente eran sus hermanos, pero en un rincón muy frío y oscuro en el fondo de su alma sabía que lo habían hecho porque le temían, porque tenían que tenerlo vigilado, lejos del mundo de las personas de bien. Las personas que no eran monstruos.

Los caminos del Castillo del Saber eran intrincados, un laberinto por el que él había aprendido a moverse para buscar el diamante del averno. Las paredes de pasillos y salas estaban jalonadas de anaqueles y en la mayoría de los casos los anaqueles estaban jalonados de libros. Iván no había visto tantos en su vida, ni siquiera en la fría y oscura biblioteca del monasterio donde el abad le había obligado a estudiar los cuatro tomos prohibidos del Desconsuelo donde se detallaban horrores sin nombre.

Los habitantes del castillo se habían mostrado indiferentes hacia su búsqueda, pues creían que el diamante era un mito, aunque él mismo en ocasiones no les había producido tanta indiferencia. Los tres espadachines que guardaban el pasillo de la luna jamás le hubieran dejado pasar si no los hubiera vencido en combate, pero Iván sabía cómo engañarlos para que se matasen entre ellos. Había evitado su mortal reflejo en las estancias de la diosa de los espejos y había hecho que ella misma quedase atrapada en él. El rey rata se había reído de él, le había llamado niño loco y le había echado de su corte de su corte de roedores. Solo la duquesa de las esferas había sabido indicarle un camino.

Rara vez le habían tenido que indicar el camino a Iván, pues sus ojos eran envidiables. Por eso el abad le había enseñado a leer, le había hecho estudiar y le había encomendado la misión de recuperar aquello que ningún otro ser humano podía; la misión de encontrar el Castillo del Saber, tan viejo que se había perdido de la memoria de los hombres, tan grande que no podían verlo.

En sus pasillos laberínticos había buscado al idiota, porque el idiota lo sabía todo. El beso que la duquesa había dejado en su frente lo guiaba con susurros y visiones fantasmagóricas. Por supuesto no las temía, pero sí temía los siseos que a veces escuchaba a sus espaldas, los pasos apresurados, el sonido de cascabeles... Hacía tiempo que el bibliotecario del castillo había perdido la cordura en los salones pútridos del rey rata. Lo habían convertido en un bufón que solo sabía dar cabriolas, hasta que vio a Iván y recordó su razón de ser.

El idiota solo le permitió hacer una pregunta y su respuesta fue tan desalentadora como incoherente. El viejo loco, recostado en sus cojines e inhalando los vapores que jamás cesaban de salir de los quemadores de la habitación le dijo que el diamante era el corazón del corazón del corazón del castillo. Durante tres días Iván tuvo que reflexionar sobre ella hasta dar con la solución, hasta saber que ya estaba en el corazón del castillo, que el idiota estaba en el corazón y por tanto era el corazón del corazón y por tanto el diamante estaba en el corazón del corazón del corazón.

Iván, con los dedos llenos de sangre, guardó el diamante en su bolsa y se dispuso a salir del castillo. Tras él seguía oyendo los incesantes cascabeles que no dejaban de observarlo.

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