5/6/08

Días negros a través de un vaso verde

Oscuro era el día, odiosa la hora y repugnante el minuto en el que aquel ser fue concebido. No era parte de este mundo ni de cuantos mundos conocidos haya. Era insidioso, maligno, retorcido… Tal criatura no puede ser descrita con palabras pues posiblemente tu cerebro estallaría en el interior de tu cráneo al intentar concebirlo. Puede que al nacer su abyecto creador le diera un nombre tan horrible como su poseedor pero posiblemente nadie jamás se atreviera a pronunciarlo… En este mundo lo llamaban: ¡La caja de cerillas con patas de cucaracha!

Es un ser que se arrastra por oscuros callejones de espacio, tiempo y mente. Aquellos que lograron verlo y vivir para contarlo pudieron decir que poseía cientos de miles de patas o ninguna; forma cuadrada o redonda; que sonaba como el cantar de mil ángeles o que se movía silencioso como un gato; y que olía a azufre o al perfume de una virgen. Pero pocos son los que cuentan estas historias y aún menos los que lo hacen hallándose cuerdos.

La caja de cerillas con patas de cucaracha puede estar en cualquier lugar pues se mueve como un gusano atravesando el espacio y el tiempo a voluntad. Puede estar en el norte, en el sur o incluso detrás de ti ahora mismo si se lo propusiera y, si miraras atrás, verías como salta sobre ti un objeto de tamaño, forma y color indefinidos… o tal vez no. Puede incluso penetrar en los más profundos rincones de tu mente, arrancarte los pensamientos más terribles que intentas esconder en el fondo de tu corrupta psique y usarlos para volverte loco.

Tal vez, sólo tal vez, ahora mismo esté en tu mente, cortando los finos hilos que te atan a la cordura y…

En ese momento Jack paró de escribir.

–¡Maldita sea! –gritó–. ¡Maldita hija de una perra! –maldijo–. ¡Otra vez se me ha ido la inspiración!

En otro de sus cada vez más recurrentes ataques de furia arrojó todos los papeles y utensilios de escritura de encima de su escritorio dejando que se desparramaran sobre el suelo y se dejó caer sobre la mesa de madera barata.

–¿Tú que dices, hadita verde? –preguntó–. ¿No se te ocurre nada para continuar?

Sólo se oyó un profundo y envolvente silencio durante unos segundos.

–¿Por qué nunca me respondes? –preguntó sollozando al tiempo que tomaba el tercer vaso de absenta de la noche.

Se puso en pie, iba vestido sólo con unos pantalones y una camisa fina abierta. Su pelo oscuro caía suelto hasta su cuello, y sus ojos verdes reflejaban la luz de la tenue lámpara que iluminaba la habitación. No era fuerte ni atlético sin embargo su alimentación a base de alcohol y comida barata contrarrestaban su vida sedentaria de escritor excéntrico, consiguiendo mantenerse en el punto exacto de no estar demasiado delgado ni demasiado grueso.

Caminó hasta la ventana y se asomó. Aun era medianoche pero la ciudad ya rebosaba de vida. Las luces de burdeles y bares caían sobre el iluminándole el rostro de mil colores, le encantaba esa sensación. Miró hacia abajo, vivía en el cuarto piso de una casa de huéspedes. Siempre que la inspiración se desvanecía miraba al suelo desde esa ventana y pensaba que pasaría si se tirara; pensaba si el mundo sería un lugar mejor sin él o peor o si seguiría exactamente igual y la suya no fuera otra más de las miles de vidas desperdiciadas de este mundo; pensaba en lo que sentiría durante los breves instantes en los que estuviera cayendo notando cómo el viento le acariciara y viendo a las personas que desde esa altura parecían muñecos de juguete agrandarse al mismo tiempo que el suelo hasta el último y fatal momento; pensaba en si dolería al chocar contra el suelo; pensaba mil formas de lanzarse para no sobrevivir y tener que pasar el resto de sus días como un lisiado; pensaba, pensaba y sólo pensaba.

A lo lejos veía el cartel luminoso del burdel donde solía acudir cuando su gordo editor conseguía reunir la voluntad suficiente para pagarle. De pronto se sintió un poco solo… No pudo evitar recordar las caricias de Niní, los besos de Marga, los mordiscos de Roxa…. No necesitó más; tomó su chaleco, su chaqueta y sus zapatos; se vistió de forma medianamente presentable –tampoco se podían esperar milagros–; cogió el dinero que guardaba bajo la almohada –aun estaba grasiento de las manos del seboso de su editor– y se lo guardó en el bolsillo del chaleco junto a un reloj de cadena barato; y cogiendo su bastón de ébano barnizado con pomo de bronce y despidiéndose del hada verde con un “hasta luego” salió a la calle dispuesto a pasar una noche entretenida.

Salió por la puerta de su pequeña habitación y camino por el corredor de la casa de huéspedes con el bastón cogido con la mano sin dejar que tocara el suelo y andando con paso altanero con la mano libre en el interior del bolsillo de su chaqueta de un color negro gastado por el tiempo y el uso. Miraba a las puertas de los laterales y recordaba quién vivía en cada una; escritores, poetas, pintores, músicos y marginados en general que se agolpaban en la casa de huéspedes de la Señora Gebbins como si de una madriguera se tratase; ellos eran su familia, la única que jamás había tenido.

–¡Hey! –le llamó una voz a su espalda–. ¡Jack!

Se volvió en lo que pretendía ser un elegante giro que acabó en catástrofe por la cantidad de absenta que corría por sus venas. Consiguió recuperar el equilibrio justo antes de dejarse la cara contra la pared y vio a quien le había llamado. Era un hombre un poco bajo, con barba espesa y negra que contrarrestaba con su calva encerada; iba vestido como Jack hasta hacía nada, sólo con pantalones y camisa, ambos cubiertos de manchas de pintura de varios tonos.

–Buenas, Neick –saludó a Jack a su viejo amigo con la voz un poco titubeante–, ¿qué hay de nuevo?

–¿Recuerdas aquello en lo que estaba trabajando? –preguntó Neick con la voz entre alterada, excitada y emocionada.

–Perdóname, amigo –respondió Jack gimiendo por lo bajo y llevándose la mano a la frente en un gesto de dolor–, pero no estoy en condiciones de recordar nada ahora mismo.

–¡Ven, pasa! –dijo cogiéndole del brazo y dirigiéndole a una puerta abierta del pasillo–. Vas a ser el primero en verlo.

Jack no se halló físicamente capaz de oponerse a Neick así que simplemente le siguió a regañadientes pensando que su cita con las chicas alegres tendría que retrasarse un poco.

Dentro de la habitación estaba oscuro solo una espectral luz que parecía pegarse al borde de los objetos como un moho fosforescente iluminaba el lugar dejando adivinar los lienzos apoyados en una pared, los esbozos tirados por el suelo de la habitación y las pinturas esparcidas sobre la cama y el escritorio. Jack no tardó en saber de donde procedía aquella luz; en el centro de la habitación había un lienzo sobre un caballete. Sobre él se habían repartido de forma aleatoria grandes trazos redondeados de pintura brillante; era una visión psicodélica, probablemente inspirada en alguno de los abusos que Neick realizaba de ciertas plantas. Pero al acercarse más Jack descubrió que aquel cuadro tenía algo más; los trazos de rojo, amarillo, azul, naranja, violeta, verde y un sinfín de colores más se movían y cambiaban de tono cada vez de forma más rápida y errática a medida que te acercabas al lienzo; en un primer momento Jack pensó que era un efecto óptico producido por el brillo, los colores y su deplorable estado de sobriedad pero de repente comprendió.

–Pintura de kima… –susurró inclinándose hacia el cuadro mientras Neick permanecía tras él de brazos cruzados con una sonrisa de autosuficiencia–. ¿Cómo has…

–Un conocido mío –respondió Neick esperándose la pregunta–. Trabaja en el extractor. El me consiguió el kima puro y yo lo mezclé.

–¿Y aun no se te han caído los dedos? –preguntó Jack con una carcajada.

–Rebajé el kima antes de empezar a trabajar con él y además usé la protección necesaria. Soy pintor no estúpido.

Jack dejó escapar otra sonrisa.

–Es hermoso… –dijo–. Te ejecutarán si los Kayers encuentran esto…

–Debo mi vida a mi arte no me importa perderla por él.

–Eres un soñador.

–Y tú un putero.

–¡No tanto como tú, amigo mío! –gritó Jack poniéndose de pie de un salto y entrechocando con fuerza la mano con Neick.

En ese momento se oyó una voz desde el piso de arriba, las finas paredes de madera apenas recubiertas de escayola facilitaban la tarea de que todo el edificio se enterará de lo que ocurría en cualquiera de sus rincones en un tiempo record.

–¡Por todos los demonios! ¡Os parecerá divertido, ¿no?! ¡Luego soy yo la que tiene que limpiar todo el estropicio! –gritó la fuerte voz de la señora Gebbins atravesando el techo.

–Parece que hay jaleo –dijo Jack mirando a Neick–. ¿Vamos a echar un ojo?

–¿Acaso lo dudas? –respondió Neick y echaron a correr escaleras arriba.

En el corredor del quinto piso había una gran concurrencia, la mayor parte de la casa que no estaba de bares o durmiendo se había agolpado alrededor de una puerta del corredor mirando al interior. Jack y Neick se abrieron paso a codazos hasta la primera fila. Delante de la puerta abierta de la habitación de espaldas a la concurrencia estaba la señora Gebbins; una mujer ya mayor de unos sesenta años, un poco gruesa, siempre vestida de luto y con el pelo blanco y de rizos amplios.

La habitación de dentro estaba revuelta y a oscuras con todo tipo de cosas esparcidas por el suelo como si alguien hubiese estado registrando. La ventana de la habitación estaba abierta de par en par y la luz de la luna que se filtraba por ella lo iluminaba todo. Pero los ojos de la multitud se fijaban en el bulto de la cama; echado sobre un gran charco de sangre estaba el cuerpo de un hombre con un largo corte en la garganta de distintas tonalidades de rojo, su cara era una mueca de angustia, probablemente murió ahogado en su propia sangre cuando alguien entró por la ventana y le pasó a cuchillo.

–¡Maldita sea! –exclamó Neick–. Es el viejo Tom… Ya estaba aquí cuando yo llegué…

–Igual que yo –dijo Jack–. Era un gran tipo. Podías pasarte toda la tarde oyéndole hablar… ¿Recuerdas la vez que le emborrachamos y se puso a bailar desnudo por el pasillo?

–¡Vosotros teníais que ser! –dijo la señora Gebbins volviéndose hacia ellos.

Jack y Neick se pusieron firmes. Si la señora Gebbins estaba enfadada era mejor hacer lo que dijera y comportarse como personas civilizadas; más de uno ya había probado su sartén.

–¡Siempre que pasa algo estáis por medio! –siguió reprendiéndoles la buena mujer.

–Señora pero si acabamos de… –empezó Neick.

–¡Nada de excusas, par de mamones! –gritó la señora.

¡Joder! Qué humos gasta la señora… -susurró Jack.

–¡Te he oido, Jack! –gritó la señora Gebbins–. ¡Discúlpate ahora mismo!

Perdón, señora –dijo Jack entre dientes.

–¡No te oigo!

–¡Perdón, señora!

–¡Eso está mejor!

Neick rio por lo bajo reprimiéndose con la mano.

–¡¿Tú de que demonios te ríes?! –preguntó Jack.

–¡Si queréis daros de hostias por mí estupendo pero fuera de mi casa! –dijo la señora Gebbins–. ¡Luego me sale por un ojo de la cara reparar vuestros destrozos! ¡Vamos! ¡Todo el mundo fuera de aquí, se ha acabado el espectáculo! –dijo dándose la vuelta, cerrando la puerta y echándola del todo con su llave maestra.

El corrillo se fue dispersando y en cuestión de un minuto no quedaba nadie. Los asesinatos no eran demasiado comunes en la Casa pero tampoco dejaban de ser usuales; a nadie le sorprendería encontrar que una noche su garganta o la de su mejor amigo fueran las que descansaran bajo un cuchillo. En el ambiente opresivo de Ratztön uno aprendía a olvidar la presencia de la muerte.

Mientras Jack volvía a bajar las escaleras del pasillo camino a su calida habitación recordando al viejo Tom –aquel viejo verde y borracho que se pasaba el día sentado en su habitación esperando a alguien con suficiente tiempo libre para escucharle. Nadie supo nunca de donde sacaba el dinero para subsistir y es probable que ya no lo supieran– recordó por qué la había abandonado en un principio. En lugar de desviarse hacía el corredor del cuarto piso siguió bajando las escaleras hasta la primera planta donde vivía la señora Gebbins y tenía todo lo necesario para el mantenimiento de la Casa.

La señora Gebbins, qué gran mujer… Era como una madre para todos los habitantes de la Casa aunque era dura como un trozo de acero siempre cuidaba bien de ellos. Por lo que Jack sabía había fundado la Casa treinta y cinco años atrás de los cuales él sólo había vivido siete pero desde el momento en el que llegó la Casa le había acogido y le había rodeado con sus brazos como a un hijo más. Estaba en deuda con ese sitio.

Salió por fin a la calle iluminada por las fuertes luces multicolores de los neones y las espectrales luces de kima que pendían de la cima de la cúpula que cubría totalmente la ciudad. Los suelos estaban empedrados con adoquines desiguales y tenían muchos baches. Aunque en Ratztön nunca llovía el suelo estaba encharcado debido a las casas que no poseían sistema de desagüe. En otro tiempo Jack hubiera andado con cuidado de no pisar aquellos malolientes pozos pero ya se había acostumbrado y los pisaba sin más con sus gastados zapatos. Caminó sin rumbo un buen rato dejándose conducir por la multitud que se dispersaba a medida que pasaban las horas hasta que decidió que era hora de finiquitar la noche.

Sus pies le condujeron por sí solos hasta el burdel del Hada Rosa, habían recorrido el camino cientos de veces. Pegó a la puerta de madera cerrada y en respuesta una ranura se abrió dejando ver un par de ojos.

–Buenas noches, Karm –saludó Jack.

–¡Buenas noches, señor Jack! –respondió el portero al tiempo que abría la puerta sin pensárselo dos veces–. ¡Bienvenido, pase!

Jack entró y el aroma a perfume, licor y hierba panku le golpearon de lleno haciendo que se mareara. Llegó hasta la barra del local saludando a los parroquianos habituales y a todas las chicas que ofrecían gustosas sus servicios a un cliente tan asiduo como él. Se sentó en su taburete favorito –podría decirse que prácticamente lo tenía reservado– y llamó al camarero.

–¡Dan! –llamó Jack

–Mande, maese Jack –respondió el barman acercándose al tiempo limpiaba un vaso.

Era un hombre de mediana edad, delgado y bien afeitado, vestía un traje negro con un delantal blanco.

–Ya sabes lo que quiero –dijo Jack con una mirada de complicidad.

Dan sonrió, sacó una botella empezada de absenta e hizo un gesto a una de las chicas para que se acercara. Le sirvió la absenta en el típico vaso de cristal con la burbuja sobre la base y la chica empezó a mimarle.

–¿Está todo a su gusto, maese? –preguntó Dan.

–Bastante –respondió Jack–. No te vayas demasiado lejos, esta noche tengo suficiente dinero como para no parar de beber hasta que el extractor se derrumbe.

­–¡Cómo usted mande, maese! –exclamó Dan soltando una carcajada.

La chica era Marga; Jack ya la conocía, había yacido con ella muchas veces. Era salvaje y dominante, puro fuego. Sus ojos marrones brillaban con una especie de fuego en su interior y su larga melena castaña se movía sensualmente como una extensión de su cuerpo. Jack la miró a los ojos, pronunció un silencioso brindis en honor al viejo Tom, se tomó toda la absenta de un trago y besó a Marga.

A partir de aquí todo se volvió borroso…

–¡Eres un crío insolente!

–¡No, padre!

–¡Cállate!

–¡No, padre, por favor, no, no, no!

–¡No, padre! –gritó Jack saltando de su cama y abriendo los ojos de golpe.

Permaneció un rato sentado en la cama jadeando hasta recuperar la calma y exclamó:

–¡Argh! ¡Mi cabeza!

Y volvió a dejarse caer hacia atrás agarrándose la frente. Miró a los lados de la cama esperando encontrar a alguna chica pero en contra de su costumbre había vuelto a casa solo. «Anoche debí estar muy borracho para eso» pensó. Permaneció mucho más rato tumbado en la cama mirando la luz artificial de la cúpula que pretendía imitar al sol filtrándose por la ventana que se había dejado abierta la noche anterior antes de salir.

Estaba apunto de conciliar el sueño cuando alguien abrió la puerta de su habitación y entró sigilosamente.

–Seas quien seas largate –dijo Jack desde la cama tapándose la cara con los ojos–. Pero si eres un asesino haznos un favor a todos y córtame en cachitos.

–Vaya vaya –respondió una voz femenina–. Así que ahora saludamos así a las viejas amigas, ¿eh?

Jack apartó la mano de sus ojos y miró a la mujer que le miraba desde la puerta. Era de su misma edad, unos veintiséis años, vestía ropas elegantes, tenía el pelo entre castaño y rubio rizado y corto y unos ojos azules penetrantes.

–Hola, Mellisça, no te esperaba hoy.

Mellisça dio un par más de pasos hacia dentro y se paró en seco llevándose la mano a la boca.

–¡Argh! –exclamó–. ¡Apesta a alcohol! ¡¿Cómo puedes vivir en un sitio así?!

–A veces me pregunto cómo, simplemente, puedo vivir –dijo Jack mirando al techo.

–¡No digas esas cosas! –le reprendió Mellisça–. ¡Me haces sentir mal cuando te pones así!

–Eres la única que ha intentado cambiarme… –dijo Jack serio pero al momento esbozó una sonrisa–. Pero me gusta.

Mellisça dejó escapar una tímida risilla y se sentó en una silla mientras Jack continuaba tumbado en la cama. Charlaron durante casi una hora hasta que…

–Mellisça… –suspiró y llamó Jack.

–Dime.

–No, dime tú por qué.

–¿Por qué qué?

–Dime por qué vienes a este barrio de mala muerte a hurtadillas cuando tienes tiempo a ver a un indeseable escritor de mala vida, a sentarte con él a charlar toda la tarde y luego irte sin más para dejar que busque la respuesta a esta pregunta en el fondo de una botella y las sabanas de un prostíbulo.

–Estás siendo muy directo hoy…

–Hace tiempo que la pregunta me ronda la cabeza.

–Pues lo siento… Pero no tengo respuesta.

–Mellisça…

–Dime.

Jack dejó de mirar al techo y volvió su cabeza para mirar a Mellisça.

–Te amo –dijo despacio.

–Soy una mujer casada.

–Con un hombre al que en el fondo no quieres.

–Es bueno conmigo, me da todo lo que necesito.

–¡Entonces por qué vienes aquí! –gritó Jack levantándose de golpe de la cama y dándose cuenta de pronto de que no llevaba ropa.

Mellisça se sonrojó y apartó la vista pero Jack no se movió, continuó de pie ante ella.

–Responde –dijo él–, ¿por qué sigues viniendo a verme? ¿Por qué vienes a atormentarme?

–La resaca te esta afectando, Jacob –dijo Mellisça con voz de reproche y levantándose y dándose la vuelta–. Creo que volveré en otro momento.

Caminó hacia la puerta pero cuando iba a salir Jack se interpuso e impidió el paso colocándose ante ella y bloqueando la puerta con manos y pies.

–Déjame pasar, Jack, hablo en serio

–¡No! ¡Responde a la maldita pregunta!

En ese momento la ira llenó los ojos de Mellisça que, tomando impulso, lanzó un fuerte puñetazo al estómago de Jack. Esto ayudado por la resaca hicieron que Jack cayera al suelo retorciéndose. Mientras Mellisça salía Jack agarró su tobillo pero ella se zafó con facilidad sin percibir que un pliego de papel salía de uno de los bolsillos de su falda.

Jack vio cómo Mellisça se alejaba por el pasillo y permaneció un rato más tirado y desnudo en el suelo sopesando los pros y los contras de intentar levantarse. Al final acabó decidiendo que poder andar tenía más ventajas que estar lo que le quedara de vida tirado en el suelo de su habitación y se puso de pie.

Recogió el papel del suelo, había visto cómo se le había caído a Mellisça; se lo llevó a la nariz y olió su perfume, olía como ella; lo abrió y lo leyó; era un corto poema:

Huyendo de jaulas de plata.

Huyendo de cadenas de oro.

Busco mi corazón allí

donde lo dejé un día perdido.

Flor de narciso entre ortigas,

mi príncipe mi caballero

que no es otro que el que busco

allí donde lo dejé olvidado.

Jack se tumbó en la cama y leyó y releyó y volvió a leer el poema hasta que la resaca pudo más que él y volvió a dormirse.

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