5/6/08

Espíritu navideño

Era un búnker tímidamente iluminado por una solitaria bombilla. No era especialmente estrecho pero tampoco demasiado ancho; lo justo para que unos diez hombres estuvieran holgadamente. Sin embargo sólo había uno. Uno solo, agazapado junto a la escalerilla que llevaba a la trampilla y la trampilla al mundo exterior, un mundo exterior que se había vuelto hostil y extraño. Estaba cubierto por una gruesa manta oscura de la que sólo sobresalían la cabeza del propietario y sus manos, que sostenían un lápiz y un cuaderno con los que escribía: «24 de diciembre de algún año olvidado. Esta noche temo por mi vida, creo haber oído cascabeles a través de la trampilla… Sé que está cerca. Ojalá el destino me guarde con vida una noche más hasta que pase esta pesadilla.»

Cerró el cuaderno y lo guardó, junto con sus manos, en el interior de la manta y simplemente esperó. Pasó un tiempo que le fue imposible medir. El fantasma del sueño empezaba a posarse sobre él pero sabía que, si se dormía, sería su fin.

Entonces, cuando sus ojos caían pesadamente por enésima vez, la trampilla se abrió de golpe y la nieve empezó a entrar.

-¡Maldito bastardo! –gritó el tipo levantándose y despojándose de la manta dejando a la vista su uniforme militar y la AK-47 que llevaba en las manos.

Quitó el seguro y empezó a disparar a través de la trampilla abierta hacia un invisible enemigo. Pero fue inútil, a medida que la nieve y el viento frío entraban en el búnker éste se llenaba de luz y calidez y se empezó a oír “Jingle Bells” de forma tenue y lejana.

-¡Lárgate de aquí! –dijo el tipo mientras seguía vaciando su cargador disparando a su alrededor indiscriminadamente.

En una pared apareció una chimenea con calcetines de varios colores colgados de ella y encima un bonito cuadro de un paisaje nevado. El tipo lo miró con cara de cabreo sin dejar de disparar hasta que oyó música a sus espaldas…

Se dio la vuelta para ver cómo habían aparecido dos niños y una niña el primer niño de unos cinco años y los otros dos de unos nueve. Estaban sentados en un banco frente a un piano de pared, tocándolo y cantando una gran selección de villancicos. Entonces repararon en él y se volvieron. La niña le miró fijamente y sonriendo de forma inocente y le dijo:

-Señor, venga a cantar con nosotros.

Ante tan adorable espectáculo el tío no pudo hacer otra cosa que levantar el arma y acribillar a los niñitos.

La moral ventisca de plomo atravesó sus cuerpecitos y llenó de sangre, vísceras, sesos y demás cosas especialmente asquerosas el piano; el cual emitía lúgubres cacofonías que no cesaron hasta que se rompió la última de sus cuerdas.

Cuando vio que no se movían el tío paró un momento el fuego para cambiar el cargador y mientras lo hacía oyó otro sonido que hizo que un sudor frío le recorriera la espalda. Era el agudo crujido de una puerta abriéndose. “¡Ñeeeeeek!”. El tipo se giró rápidamente a su izquierda y vio cómo la puerta se abría con un reguero de luz e inundándolo todo de un delicioso aroma a galletas.

El tipo sacó su cuchillo bajando la AK-47 esperando lo que pudiera salir de aquella perta desconocida. Y apareció… apareció… una abuela. No, no era una abuela, era La Abuela. Era regordeta, de estatura media tirando a baja, llevaba el pelo plateado y con las mejillas sonrojadas. Vestía un delantal sobre un vestido de flores, zapatillas de andar por casa y unas gafitas sobre la punta de la nariz. Para rematar la faena, en las manos cubiertas por manoplas llevaba una bandeja de galletas en forma de árbol de navidad. Le miró con una sonrisa parecida a la de la niña y le dijo:

-Hola, hijito, ¿quieres una galleta? Están recién horneadas.

Él, lejos de coger una, le lanzó el cuchillo a la afable abuelita abuela que describió varios círculos en el aire hasta darle en el ojo. Tras lo cual echó a correr hacia ella y, cuando estaba a distancia de contacto, recuperó su cuchillo arrancándoselo a la abuela del ojo y echó a la abuela dentro de una patada y cerró de un portazo. Volvió hasta el piano, retiró los cadáveres de los críos del banco , lo llevó hasta la puerta y lo colocó bajo el picaporte para atrancarla.

-¡¿Dónde estás, hijo de puta?! –dijo volviéndose y hablando al vacío.

Entonces, en ese momento, oyó un leve sonido de cascabeles y disparó en esa dirección…

Manchas rojas de sangre aparecieron flotando en el aire como si hubiera acertado a algo invisible.

-¡Ya te tengo, cabrón! –gritó el tipo corriendo hacia lo que fuera que fuese sin dejar de disparar.

Lo alcanzó y lo derribó de un culatazo con el arma. Apuntó al suelo donde (supuestamente) estaba el cogote de lo otro y exclamó:

-¡Por fin se cumplen los sueños de la FPAN! ¡Muere maldito espíritu navideño!

Apretó el gatillo y… y… no pasó nada.

-¡Mierda! ¡Se ha encasquillado! ¡Hay una posibilidad contra un millón de que pase y pasa ahora!

Ese momento de distracción lo aprovechó el espíritu navideño para derribarle cogiéndole de las piernas. El tipo cayó al suelo y el espíritu huyó hacia la escalerilla. Mientras subía, el tipo consiguió lanzarle el cuchillo que se estrelló demasiado bajo en la escalera y rebotó inútilmente.

El tipo se puso en pie de un salto hacia delante, cogió su AK-47 y siguió al espíritu escaleras arriba. Asomó la cabeza y el fusil por la trampilla pero era imposible distinguir el rastro entre la fuerte nevada. En la lejanía logró ver un Corte Inglés donde seguramente se había refugiado el espíritu y, en la eterna navidad de esos lugares, recuperaría fuerzas.

Volvió a entrar, cerró bien la trampilla y empezó a prepararse para afrontar el día siguiente.

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